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OCTAVIO, LA NOCHE

Elard Serruto Dancuart
Escritor puneño
noviembre del 2011

“Callaste para aullar eterno aullido”
C.R

«Para el resto de la tierra
un perro muerto es basura»
S.R.

Para Carol

Un perro es sencillamente un perro, menos para Emilia que se abraza a los quejidos de Octavio con una lástima contenida. Un abrazo cerrado como el de una pequeña madre que quiere evitar en su cría, inútilmente, ese largo quejido que se extiende desde hace dos noches, y que esta mañana se parece tanto a la luz marchitada que se descuelga de las ventanas de la casa de la médico veterinario. Algo nos dice esa luz, algo nos dice ese diminuto trébol de sangre que se dibuja en una rendida y delgada pata delantera: tres puntos de una aguja que parece la misma desde la primera noche que trajimos a Octavio, y donde la médico veterinario vuelve a intentar (ya lo hizo más de tres veces) encontrar en alguna pata (la piel contra los huesos, la aguja explorando inútilmente) la delicada sombra azul de una vena. Un punto, sólo ese punto definitivo que imagino como una descarga delgadísima buscando un centro ¿El corazón de Octavio?, un punto escurridizo que sólo provoca en Octavio que sus quejidos se alarguen y afilen hacia un espacio incomprensible de dolor. Esa zona ciega que apenas intuimos, y que deja lentamente los nudos de una respiración que parece buscar y provocar un ladrido definitivo que atraviese y quiebre la mañana, deseando (inútilmente también) que todo vuelva a llenarse de vida en la tremenda frialdad de la mesa quirúrgica (espejo que duplica el vacío, la garganta enredada) donde acomodamos a Octavio como un último y fatigado charco dorado de luz.

No recuerdo cuando llegué al grupo, si realmente marqué una pertenencia, o llegué un día de esos en que andaba sin brújula y me quedé entre los muchachos y las muchachas recogiendo perros atropellados, perros abandonados y enfermos en alguna esquina, o extraviados en la incertidumbre de los días de frío y lluvia. Es como si me desdoblara cuando me veo llevando cachorros a la calle principal con un letrero de adopciones y su impecable orfandad, o buscándoles refugio en las casas de los amigos donde pudieran acogerlos por unos días. No lo recuerdo realmente, sólo sé que una mañana en la pequeña azotea de mi refugio en la parte alta de la ciudad (ocurre que a veces no hay nadie para hacer el favor de quedarse con alguno por unas horas) ya tenía cuidando uno, muy enfermo y con la pata quebrada. Y aunque apenas estuvo algunas horas conmigo, y me dejó en su paso por mi refugio el rastro intenso de sus orines de adolescente vagabundo, siempre he considerado ese momento como mi ingreso al grupo. Un ingreso sin palabras, sin expectativas, y más bien con una incondicionalidad que se parece a los vigorosos colores del inmenso vitral de mi ventana que por las mañanas, me sorprenden revisando fotografías y fichas de animales desaparecidos de un lago de bahías graves y contaminadas, y haciendo anotaciones para escribir un libro que repta en su demora; o mejor aún, al cielo abierto y limpio de la madrugada que me acompaña cuando troto hacia la canchita de fulbito. Un trote (pedazos de un lago intenso y enfermo aparecen entre las casas de ladrillo sin tarrajear) que me hace descubrir perros por todas partes, de todas las razas y todos los colores, habitando la misma ciudad que habito como una suerte de visitante siempre a punto de partir.

Hay algo de solitario en esto de elaborar un libro sobre las especies en extinción de un lago moribundo en el sur. Sobretodo si los días transcurren frente al ordenador, y el perro que ahora acojo (un cachorro enfermo, muy enfermo y recogido de un terreno baldío de una ciudad a cuarenticinco kilómetros más al norte) no ladra ni come. Se queda quieto en el rincón que le he acomodado debajo del lavadero, y sólo algunas veces me deja su mirada interior. ¿Qué mira un perro enfermo? La segunda noche que se quedó conmigo, comenzó a quejarse con un lamento interminable que me dejó con un insomnio denso y sordo, pensando en aves inexistentes que revoloteaban en un lago extinto, o que abrían un cielo esférico manchado de nubes gordas y rojísimas. Emilia me llama entonces y me pregunta: «¿Cómo está el perrito?», y yo le respondo desde una madrugada deshojada y envejecida, una madrugada que no ha terminado de desprenderse de la noche: «Mal, muy mal». Los dos sabemos de algún modo, que todo se va deslizando hacia algo inexorable con Octavio. ¿Porqué el nombre Octavio?. Sin duda por mi amiga Octavia que escribió un ensayo sobre la irremediable desaparición de este lago del sur y sus especies, y que yo admiré mucho con una pena futura. Y además, claro está, como un pálido homenaje a los años compartidos, a los viajes intensos imaginando especies de animales y paisajes que ya no existirán, siempre con un divertido y risueño pesimismo. Espacios espléndidos donde la libertad era ese aire diáfano y pulmonar como si fuera la respiración del planeta, y donde levantábamos una carpa peregrina de campamento con su puerta triangular siempre abierta a la naturaleza viva: la suya y la mía, la de todos. En los ojos de Octavio (que se iba apagando de a pocos), ví muchas veces la mirada de aquella amiga extraviada en una selva sin retorno: su hermoso y definitivo destino verde.

Entonces Octavio, y ese quejido como una aguja que zurce una interminable cicatriz que atraviesa la noche. La misma noche circular que en casa de Emilia, en su cuarto artesanal con paredes de colores terrestres y nombres marinos (en la luz despierta donde también reposaba su insomnio) Octavio no respondía al poderoso tratamiento de la médico veterinario. ¿Era necesario saber los nombres de esos medicamentos? ¿Era necesario saber qué era el émbolo? ¿Era necesario volver a escuchar ese nombre probable y definitivo que nos decía la médico veterinario? Dos, tres días, entre jeringas de espigadas agujas que garabatean el día o la noche, algodones sucios como diminutas nubes derribadas en el suelo, y ese olor, el inasible olor de lo que está por terminarse: en el pelo, en las manos, en los botones, en el cierre de la casaca que descorremos como si quisiéramos abrirnos el pecho, y dejar que por un momento, sólo por un momento, Octavio dejara de quejarse, y luego ladrara despedazando la noche. Sin embargo, sólo ese silencio empozado y el insomnio, el grosor del tiempo suspendido y los ojos de Octavio mirando desde una distancia irremediable, desde una lejanía que no alcanzamos a descubrir, y que deja a Emilia mirando la nada en el piso de vinilo, en los objetos del cuarto que han perdido su presencia y su utilidad. Si, no es necesario ya saber nada a estas alturas, y sólo importa que la mañana (la derribada mañana antes de abrirse) arrastre sus pasos hasta el baño, se cepille los dientes, se mire su ausencia en el abismo del espejo, y termine de bajar las escaleras, se detenga en el patio donde resuena el profundo vacío de la casa, y termine de instalarse en el asiento trasero de un taxi, para ir a buscar por última vez a la médico veterinario.

Tengo una pequeña pala de campamento en la mochila. La ciudad y las calles tienen un aire de concentrada levedad cuando salimos de la casa de la médico veterinario.¿En qué puntos de la ciudad han enterrado a quiénes no han podido resistir? A través de los lentes oscuros (una absurda proyección de la noche) tengo la sensación de tener los ojos inmensamente cansados y flotando en líquido. Emilia me abraza y antes de cerrar los ojos, descubro en sus lentes oscuros un diminuto sol, una chispa de luz. Me aferro a esa luz, a esa pequeñísima luz y la abrazo. Siento su fragilidad, y empiezo a escuchar ¿o me parece que las escucho? cada una de las palabras que me va diciendo su profundo abrazo, el largo discurso que empieza a contarme, en silencio y sin que se detenga ese agitarse del pecho. Palabras ingrávidas que hablan de los largos días en esta aventura ¿realmente una aventura? de buscarlos, de recogerlos, de buscarles una casa. Palabras que se instalan en la ventanilla de la combi que nos lleva al extremo de la ciudad, que se abrazan al paisaje de lago, cielo y nubes. Palabras que me cuentan del día que encontraron a Octavio, temblando: sombra de su sombra en aquel terreno baldío donde el sol arañaba salvajemente la tierra, y aparecían ellos (¿Es necesario decir que eran más de treinta, entre enfermos y mutilados, entre preñadas y cachorros de ojos cerrados?) arrimados contra los muros de piedras sobrepuestas, eternizados en la desordenada y monumental basura de la intemperie, o como topos, debajo de la tierra para esconderse de ese otro sol que caía a cuchillazos a las once de la mañana.

La línea luminosa de un lago traza la bahía contaminada: una isla al fondo, el viejo astillero, un barco y un vagón abandonados, y las dragas oxidadas con sus brazos de insecto inmenso sumergidos en la tarde. Encontramos un lugar de tierra blanda al borde de la línea del tren que ya no conduce a ninguna parte, y allí introduzco la pequeña pala, una y otra vez. En la fatiga, en el descanso, mientras Emilia recoge piedras para dejar señalado el lugar, me pregunto cómo será este paisaje en mil años. ¿Algún hueso de Octavio quedará en la superficie de un paisaje inmensamente abierto a la desolación? ¿Este sol huérfano se dejará caer con el mismo desgano ahogado de esta tarde? Cuando volvemos para enterrar el cuerpo de Octavio: delgada sensación de huesos breves bajo la manta, un grupo de personas del lugar (los ojos afilados y rostros apedreados que parecen viejísimos) nos rodea, nos obliga entre insultos a llevarnos el cuerpo de Octavio a otra parte. No hay manera de explicar absolutamente nada, y decidimos volver a la ciudad por la línea contraria del tren. La ciudad abigarrada, improvisada, trepando los cerros. Un nuevo silencio en este retorno, un silencio de horizontes, y casi sin darnos cuenta (sin que yo me de cuenta), entrando al barrio de los Cipreses, la callecita de pavimento quebrado, los techos escamados de tejas de un solo piso: la casa de Emilia. Entonces comprendo, y mientras Emilia me dice que han traído dos cachorros que debo llevarme esa misma noche a mi refugio, elijo en el jardín el costado de los geranios encendidos, y al pie de una ventana que mira un ciprés de ramas como abrazos abiertos, introduzco sin prisa la pequeña pala de campamento, una y otra vez.

Ciudad del lago, noviembre 2011

En: Los Andes. Domingo 20 de Noviembre del 2011. Año 83 – Nº 24092. Pág.19.

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