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EL COLOR DE LAS PIEDRAS

Bladimiro Centeno Herrera
Escritor y crítico literario
diciembre del 2011

     La primera vez que estuve donde Brígida no tomé mayor importancia a las piedras que descubrí en los estantes de su habitación. Mientras ella preparaba un café en la cocina, me limité a hojear algunos libros que me interesaban y pasamos la tarde corrigiendo el artículo que pensábamos publicar en una revista nacional. Examinamos los argumentos minuciosamente, sustituimos algunas ideas ampulosas y dejamos transcurrir las horas pulsando las teclas de la computadora. Sólo cuando ya nos despedíamos por la noche cogí una de las piedras y contemplé su vaga forma lunar.
     Volví a reunirme con ella en su departamento tres semanas después para compartir nuestras impresiones respecto de la publicación que ya se exhibía en la librería universitaria. La revista ofrecía una diagramación bastante atrayente, nuestro artículo ocupaba las páginas intermedias y los autores estábamos magníficamente presentados. Celebramos nuestra conformidad con unas copas de vino, conversamos sobre la necesidad de continuar con el trabajo conjunto y decidimos apartarnos definitivamente de los conflictos políticos que envolvían a la universidad durante las últimas semanas.
     – Es una pelea tonta –  sentenció ella antes de salir a la cocina.
     Decidí aprovechar el momento para revisar otros libros del estante. Pero no continué con mi empresa. Mi curiosidad me llevó inmediatamente a las piedras que estaban guardadas en cajitas de madera y distribuidas en distintas divisiones. Las observé más detenidamente para saber qué rasgo icónico le había motivado a mi colega a realizar aquella colección lítica. Pero no encontré ninguna. Cada piedra poseía un tamaño, una forma y un color propio. Tampoco encontré un criterio que permitiera ubicarlas necesariamente en una u otra cajita.
     Luego escuché pasos en el patio y me senté a la mesa. Brígida sostenía una charola llena de panecillos con queso, chicharrones de pollo y papas fritas. La depositó sobre la mesa, me ofreció un tenedor para que picara con él los bocaditos y empezamos a comer en silencio.
     Me hubiera gustado preguntarle por qué coleccionaba esas piedras. Pero no me atreví. Aunque el intercambio de nuestros pareceres era constante, ella se comportaba de una manera introvertida, evitaba los comentarios personales y dedicaba todo su tiempo a las actividades académicas que a veces resultaban maniáticas. Y me olvidé de las piedras para no estropear nuestro trabajo conjunto que ya estaba dando sus primeros frutos.

     Me gustaba trabajar con ella porque me inducía a dedicarme muy seriamente a la investigación. Desde que leí sus primeros artículos en una revista universitaria consideré que era una mujer inteligente, profunda en sus observaciones y precisa en sus argumentos que otros colegan no se atrevían a refutarlos sin caer en ridículo. Por eso, cuando me propuso que trabajáramos juntos, no dudé en aceptarle ni un segundo. Le ofrecí toda mi biblioteca personal.
     No fue una propuesta espontánea. Me planteó en términos muy formales y esto, aunque me intimidó al inicio, me pareció sumamente positivo, porque con otras las cosas casi siempre terminaban en la cama. Nada de eso ocurrió con ella. Desde el primer momento distribuimos las tareas según el cronograma acordado previamente, empezamos a realizar las encuestas con mayor seriedad y encontramos en el camino tantas fuentes inesperadas. Ella era bastante clara en sus decisiones, no permitía ninguna desidia mientras no culminara el trabajo y me acostumbré poco a poco a su ritmo académico.
     Publicamos varios artículos (algunos de ellos se incluyeron en compilaciones importantes) y proseguimos con nuestro trabajo sin impedimentos. Sin embargo, una tarde que revisábamos otro proyecto, se sintió ligeramente nerviosa y salió a la farmacia bastante presurosa. No me explicó qué mal le aquejaba, ni me permitió que la acompañara y me quedé transcribiendo las anotaciones en la computadora. Y, cuando finalicé la tarea, me acordé de las piedras y aproveché el descanso para observarlas de nuevo.

     Las piedras ocupaban varias divisiones del estante. Cada cajita contenía de cuatro a seis unidades y estaban distribuidas de la primera hasta la última columna. Deseaba descubrir un rasgo común entre ellas, establecer el criterio que las ordenaba en las divisiones y de esta manera colmar mi curiosidad respecto de la colección. Pero no encontré ninguna explicación satisfactoria, percibí una constante transfiguración de una a otra piedra y busqué una posición más distante. Concentré mi vista en cada bloque, asumí el punto de vista comparativo y noté cierta tendencia cromática de uno a otro bloque. Y tuve la sensación de que por fin me estaba asomando a un mundo lítico enigmático.
     Reinicié la tarea desde el principio de una manera más metódica. En las primeras divisiones predominaban las piedras de color claro: blancos, celestes y verdes. Las observé repetidas veces y comencé a percibir ciertas figuras astronómicas: lunas, estrellas, constelaciones y ángeles. Continué con las siguientes columnas en las que observaba nuevos rasgos: árboles, montañas, lagunas y animales campestres. En las columnas intermedias predominaban el color plomo, amarillo, naranja y rojo que adquirían ciertas figuras domésticas: casas, muebles, automóviles y otras figuras irregulares que iban conformando un bestiario interesente. No eran imágenes precisas, dependían más de mi voluntad contemplativa que de la forma  externa de las mismas.
     Estaba en las tres cuartas partes del estante cuando llegó Brígida y se mostró sorprendida con mi interés por las piedras. Le confesé que me habían causado cierta curiosidad y volví a la mesa. Ella no dijo nada. Simplemente se dejó caer en la silla contigua ligeramente preocupada, aspiró el poco de aire que ingresaba por las ventanas y cambiamos de tema. Le pregunté si estaba bien y ella dijo que sí. Y optamos por hablar sobre el trabajo hasta que decidimos encontrarnos otro día.
     – Te llamo-dijo.

     Brígida me gustaba bastante. Pero más que eso me llamaba la atención su comportamiento. En la universidad cualquiera se daba cuenta que no había muchas mujeres que alcanzaran su encanto, más de una la miraba con envidia a pesar de la indiferencia con que recibía los elogios, y su aura enigmática atraía indefectiblemente a los hombres. Sin embargo, no se le conocía ningún pretendiente. Procuré varias veces llevar la conversación al plano de las confesiones íntimas, pero cambiaba de tema inmediatamente o corría a la cocina a traer más bocaditos.
     Desde luego, los meses que trabajamos juntos construimos una confianza bastante sólida que me animó varias veces a acercarme con uno u otro pretexto. Pero fueron avances inciertos, con muchos enigmas en el camino que preferí no aventurarme más allá de algunos abrazos fraternales. Supongo que también sospechaba mi interés por ella, porque me aceptaba algunas frases de doble sentido con alegría, pero no me daba mayor apertura como para atreverme a enamorarla. Había algo en su personalidad que me hacía retroceder apenas intentaba intimarla.
     Sin embargo, en una de las reuniones le pregunté cuántas parejas había tenido en su vida. Ella me miró con terror y me arrepentí inmediatamente. Comprendí que los temas amorosos le incomodaban profundamente. Y le pedí que olvidara esa pregunta imprudente. Revisamos las primeras copias del nuevo artículo, anotamos en silencio algunas observaciones en los márgenes y lamenté en el alma que nadie disfrutara de tanta belleza.

     Había transcurrido aproximadamente dos años y ocho meses de trabajo conjunto cuando me comunicó que acababa de solicitar una licencia a la universidad (no dio más detalles). Dijo que se alejaría de la vida académica por ciertos motivos personales. Recibí la noticia como un balde de agua fría y todas mis expectativas con ella se diluyeron. Me había acostumbrado a su compañía y no me imaginaba realizando nuevos trabajos individuales. Pero no le dije nada. Le agradecí por el tiempo compartido y lamenté francamente que no pudiéramos continuar con el trabajo.
     – Lo siento mucho- levantó los hombros y tomó su vaso de jugo.
     Luego me indicó que esperara y subió a su dormitorio. Aproveché ese instante para ver el resto de las piedras. En las siguientes columnas percibí que el matiz cromático variaba violentamente. En las primeras, como había observado anteriormente, predominaban los colores blancos, celestes y verdes que figuraban ciertas formas astronómicas, zoológicas y topográficas. En las columnas intermedias resaltaban los colores vivos (amarillo, rojo y naranja) que adquirían figuras hogareñas.
     Completé las columnas y me sorprendió sobremanera que las últimas piedras tuvieran una apariencia más tétrica. Sobresalían las negras, cafés y moradas con formas verticales, breves orificios y ranuras lóbregas. Eso me extrañó muchísimo y comencé a sospechar que me estaba introduciendo a un mundo habitado por signos que pretendían revelarme algún universo secreto y me quedé pensativo frente al estante.
     Luego vi a Brígida que cargaba una caja llena de revistas, tarjetas, artesanías y una bola de cristal que simulaba la caída de nieve sobre una montaña. “Es para ti” me dijo con una rara afectación que convirtió el momento en algo emotivo. Comprendí que nuestra relación no era meramente académica, existía un sentimiento compartido que perturbaba nuestras voces y nos quedamos abrazados bastante rato uniendo el latido de nuestros corazones. Luego nos despedimos como de costumbre, pero una alegría más plena inquietaba mi pecho y nos prometimos llamarnos en cualquier momento para hablar de cosas más personales.
     – ¿Nos veremos pronto? – pregunté al salir.
     – Sí- movió una mano en señal de despedida.

     Pasaron seis meses desde la última visita y no tuve más noticias de ella. La pereza me venció por varias semanas durante las cuales apenas leí uno que otro libro, pero luego recobré la voluntad de trabajo y bosquejé nuevos proyectos de investigación. Sin embargo, una mañana que desarrollaba normalmente mi sesión de clase, sentí el vibrador de mi celular y verifiqué el número. Era una llamada de larga distancia y oí una voz desconocida.
     – Soy la hermana de Brígida –dijo la voz. – Ha fallecido ayer. Me pidió que te llamara…
     La noticia me causó una fuerte impresión, como si de pronto se quebrara el cielo. Interrumpí la sesión, expliqué a los alumnos que acababa de recibir una noticia trágica y me dejé caer en la primera carpeta vacía. Ellos asintieron con la cabeza, se pusieron de pie y abandonaron el salón. Mientras sentía el peso de la muerte junto a mis oídos, traté de ordenar mis ideas y me sumergí en una suma de tribulaciones.
     Por la tarde me dirigí ante las autoridades universitarias, les comuniqué sobre el fallecimiento de la colega y emprendí el viaje a la ciudad de Arequipa con todo el encargo institucional. Llegué a la casa de su familia a la media noche y, cuando ingresé al velatorio, sus padres me recibieron con mucha deferencia. Sin embargo, ninguno de los presentes se atrevió a referirme la causa de su muerte, apenas intercambiaron conmigo algunos pasajes de su vida y no pregunté mayores detalles a nadie.
     Al día siguiente, culminado el cortejo, su madre me entregó una carta. En ella, Brígida me explicaba los detalles de su enfermedad, me agradecía por la amistad compartida y me pedía que, a mi retorno, recogiera un encargo de una amiga suya. Por la noche cogí el último ómnibus del Terminal Terrestre  y me sentí el personaje Efraín de la novela María.
     En Puno me dirigí a la dirección indicada. Encontré a su amiga que estaba esperando mi visita. En el sillón de su habitación, me reveló su gran amistad con Brígida, se limpió una que otra lágrima y me entregó una caja de madera que pesaba un montón de kilos.
     No le pregunté sobre el contenido. La llevé hasta mi casa y, cuando la destapé sobre la cama, encontré en su interior todas las piedras. Estaban en sus respectivas cajitas, envueltas con cintas transparentes y, al ordenarlas en la misma disposición del estante, comprendí que cifraban las distintas ilusiones de mi colega que figuraron las piedras mientras la muerte iba recortando su vida.
(En: Días secretos, pp 77-84)

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