chomba lineacentral

UNA BICICLETA, UN APACHE

Elard Serruto Dancuart
Escritor puneño
diciembre del 2011

"Golden slumbers fill your eyes"
(sueños dorados llenan tus ojos)
The Beatles

 

Para Orham Emilio,
al fin a salvo de sus diez años
y del Jardín de los Cerezos

 

    La navidad es esa bicicleta roja que vengo pedaleando-imaginando desde noviembre, y que es (por supuesto que más moderna) como la Rizatto de llantas blancas que tuvimos en la casa cerca del Puerto. Pedaleando-imaginando (una estela roja rasgada como una pincelada en el aire) llevo la nueva Rizatto al colegio por las veredas delgadas que encierran la nueva urbanización: un triángulo perfecto de casas idénticas y enfiladas, con techos de calamina a dos aguas y pintadas de rojo. A toda velocidad, pedaleando-imaginando en la nueva Rizatto (el timón son los puños aferrados al aire) voy abriendo los primeros y mojados días de diciembre con los últimos exámenes, y cortando la mañana fría con chispas de lluvia como la mejor señal de la proximidad de las vacaciones. Pedaleando-imaginando a fondo, y dejando que pase ese otro ciclista contrario que es un pedazo de la ciudad en la ruta: el grifo de los Martínez, el largo muro bizarro de la estación de trenes, la villa de los militares, el mercado como un barco varado, y la callecita adoquinada que sube al parque de los pinos redondos. Pedaleando, imaginando, pe-da-lean-do, mientras la respiración se agolpa y se va haciendo pedacitos, y uno tiene que pedalear con mayor impulso. Apenas tres cuadras más: la pequeña iglesia gótica, la calle de las tiendas, y ese súbito salto nervioso en el pecho: el examen de matemáticas al doblar una esquina, el Apolo 11 y su gruesa cola de fuego rumbo a la luna, y los lentos mamíferos del África del norte que casi puedo verlos volteando la última calle al colegio. El saludo de Marcelo y  Elka (dorada aparición que me muestra la lengua) bajando del invencible volkswagen verde de su padre, exactamente en el momento en que un barco de arboladuras quebradas se sacude contra una costa de una isla a medio mundo: ¿Magallanes? Bajar de la Rizatto, apoyarla contra el muro de la señora que vende pastelitos y gelatinas en bolsa, abandonar mi entrañable Rizatto hasta la hora bostezante de las dos de la tarde, mi invisible y roja Rizatto que sólo conocen Marcelo y Elka, y que tan seguros como yo, imaginan que mi padre la va armando a escondidas en el cuarto de los víveres de la casa.

    Mi padre es una gruesa corbata torcida, y mi madre un perfume agudo y flotante. Hace tiempo que los desayunos (¿desde marzo? ¿desde abril?) ya no tienen ese ritmo de cucharitas delicadas y sonoras girando armónicamente, y  hace tiempo también que mis padres evitan mirarse en la mesa como si estuvieran a orillas de una mesa que se alarga y alarga, hasta convertirlos en dos diminutos colores equidistantes que desaparecen. Apenas dejan sobre la mesa, junto a regadas migas de pan y un frasco de mermelada y una lata de café, los largos y brillantes cuchillos de sus palabras nocturnas. A doble filo y en un reposo aparentemente inofensivo (ahora la mañana nublada intenta en vano reflejarse allí), están esas palabras que anoche se han estrellado contra las lámparas de su cuarto, han abierto salvajemente las puertas de los roperos y los cajones del velador, y se han detenido para girar sorpresivamente y clavarse, con furia, en la puerta de su cuarto muy cerca del cerrojo a doble llave. Veo esas palabras, como veo las mías, y veo esos cuchillos que poco a poco se contraen y se transforman en los dibujos del mantel: una inmensa naturaleza muerta de manzanas y peras que no terminan de caer en el precipicio de la mesa. Veo esas palabras que vuelan por la sala y el comedor, y buscan la caja de cubiertos en la cocina. Sobretodo en la cocina donde mis padres se cruzan como dos pasajeros en el intermedio de un vagón estrecho (él con una taza de café que rodea con toda la mano, ella con un tenedor en ristre) y dicen tan lejanamente, y como si cada uno hablara al refrigerador o a la licuadora: "Hay que pagar la luz" o "Llegó el recibo del teléfono". Palabras como globos que quedan flotando en la cocina, que alcanzan el techo y vuelven a bajar, vacías, sin peso. Me imagino que así han sido mis palabras en el desayuno (una intrascendente exhalación de aire, una simple respiración) cuando les dije, muy nítidamente: "Me gustaría una bicicleta en navidad". Quisiera saber si ellos también pueden ver mis palabras, y si las guardan como yo guardo las suyas debajo de la almohada. Después de todo, cuando mi padre no es una gruesa corbata torcida, es un periódico abierto que le elimina el rostro, o cuando mi madre no es ese perfume agudo y flotante, son los pendientes que le están dando mucho trabajo colocárselos, y que siempre la muestran extraordinariamente de perfil. Lo cierto es que es muy probable que esta sea nuestra última navidad juntos, porque cualquier día la casa se viene abajo, y primero se caerá el cuarto de mis padres, y lo único que quedará de todo eso serán sus almohadas con la palabra de mi Rizatto impregnada como un bordado rojo.

    Pedaleando-imaginando. En las enormes revistas y diarios que trae mi padre, imagino que viene desarmada espléndidamente la nueva Rizatto. En la armonía perfecta de sus partes, en las piezas que relucen con su brillo rojo, mi padre seguramente muestra una discreción desatenta como cuando se sienta a la mesa. Entra sigiloso al cuarto de los víveres y allí se esconde y se demora. Imagino cómo la nueva Rizatto se va armando detalle a detalle, meticulosa y maravillosamente en cada perno, en cada tuerca. Admiro la dedicación parsimoniosa de mi padre en esa delicada tarea, y algunas veces (para no sorprenderlo trayendo una llanta o la barra del timón) me entrego distraído a las enormes revistas de papel brillante con fotografías a doble página: un astronauta en el espacio atado a un cordón y al fondo, flotando en la nada, una inmensa luna bombardeada; un soldado en el aire saltando de un helicóptero a una selva abigarrada; un grupo de barbudos en una isla con sus fusiles en alto sobre un tanque rodeado por una multitud que vitorea; un grupo de músicos de cabellos alborotados  huyendo de un grupo de niñas adolescentes en un aeropuerto; un inmenso y ondulado desierto rojo con una fila de diminutos camellos contra el atardecer; una ciudad de edificios creciendo hacia el cielo y de ventanas espejadas donde se repiten los mismos edificios. Imagino esos destinos, esas rutas con la nueva Rizatto. Pedaleando-imaginando: Marcelo, Elka y yo en nuestras bicicletas siguiendo la ruta de las revistas (Elka va todas las tardes a la estación de trenes a ver pasar el monumental y pausado tren de carga, porque está segura que en uno de esos vagones viene su bicicleta). Pedaleando-imaginando por la serpenteante cinta de asfalto que rodea el lago: pueblos de casitas de barro bajo la sombra de los eucaliptos, senderos de hierba que conducen a viejas iglesias derrumbadas en su minuciosa belleza, antiguos poblados donde los ichus y las piedras impecables hablan con un silencio que deja un viento que nos chicotea la cara. Pedaleando- imaginando, las bicicletas derribadas en la orilla de un lago que se extravía en el cielo, los pies descalzos en esa mansa orilla helada que arrastra un verde ligero de algas. Una naranja compartida y el regreso en el centro de una cortina de lluvia: abanicos de agua en las llantas traseras, la ciudad con charcos como espejos donde pasan otras nubes, otros cielos, y que yo despedazo con la nueva Rizatto pedaleando-imaginando hasta el fin del mundo: la nueva urbanización.

    La navidad son los desorientados rebaños de ovejas de arcilla trepando los cerros de papel de azúcar, el diminuto ciprés natural arrancado del pequeño bosque del colegio, y sus ramas marchitadas que apenas sostienen los falsos regalitos colgados en cajitas de fósforos envueltos con papel de regalo. En las lucecitas de colores que parpadean alrededor del árbol como un alambre de púas colorido, en esos breves y pausados guiños de luz, veo las siluetas de mi padre y mi madre recortadas en movimientos lánguidos por la sala: ¿dos fantasmas?. Y entre las ligeras sombras que aparecen y desaparecen, una estrella de cartón con polvo dorado gira meditativamente colgada del techo, y en una diminuta casa con techo de paja y una falsa nieve, José y María miran imperturbables a un niño Jesús con los brazos abiertos y la cara cubierta de algodón, mientras un villancico camina de puntitas por la alfombra de la sala. Sin ninguna sorpresa, la medianoche es cortada por un reguero salpicado de frenéticos cohetillos que me acercan a la ventana: Marcelo y Elka en sus nuevas bicicletas, todavía envueltas con el papel de embalaje trazando el triángulo de la urbanización. La ansiedad es una multitud de luces enconadas que me apuntan en el centro de la sala, esperando que mi padre me entregue la nueva Rizatto. Bajo las renovadas luces encendidas (mi padre es de nuevo una gruesa corbata torcida, y mi madre un perfume agudo y flotante) alcanzo a rozar una mano, una tibieza remota, una piel lejana en la memoria, que me entrega una caja del tamaño de las camisas de mi padre. ¿Una bicicleta en una caja de camisas? ¿La nueva Rizatto roja en una caja de camisas? El asombro, una especie de pánico contenido, el temblor. Libero la cinta atada en cruz: un mudo estallido rojo y verde, y entonces primero la pluma erguida en la vincha, luego el chaleco y los pantalones afranelados, los colores terrosos y la larga lluvia de flecos: un inconfundible traje de apache. El traje de apache que parece un pijama con flecos. Una sensación desorientada: la imaginaria flecha de apache sin rumbo, sin blanco. El silbido de Marcelo, los llamados de Elka, esperando que aparezca  con mi nueva Rizatto roja, para explorar más allá de las últimas casas de la urbanización, más allá de ese perfecto triángulo  donde se abren los cerros de casitas de barro desperdigadas, y donde se levanta una costra de roca blanca con un manantial de agua mineral: el Cerrito Rajado en el nuevo rumbo prometido de la nueva Rizatto, junto a las bicicletas nuevas de Marcelo y Elka.

    Conozco el rastro y las huellas que dejan los animales y  puedo leer los signos del cielo de día y de noche. Tengo una danza que provoca lluvias sorpresivas y un canto que atrae a las abejas. Soy un Apache en los días de vacaciones en lo más alto del Cerrito Rajado: mi territorio conquistado antes de las tres de la tarde. Marcelo (un chaleco de vaquero y un sombrero negro que parece un murciélago y pistolas plateadas) y Elka (un estridente pañolón púrpura con un rifle y una fila de balas en bandolera) están abajo, cerca de los pequeños árboles enredados de kantutas, y son dueños del ojo de agua mineral. Pienso, como todas las tardes,  en una celada para evitar que los dos se separen para rodear el Cerrito Rajado  y atraparme. Pero como siempre (también como todas las tardes), prefiero quedarme echado tratando de mirar directamente el sol antes de que sea cubierto por densas nubes de lluvia, hasta sentir que mis ojos ya no resisten y sólo me queda un resplandor naranja cuando los cierro: (uno muere y su espíritu se convierte en un pájaro que vuela lentamente hacia el sol, pero imagino que debe ser extraordinario hacer ese viaje en una bicicleta roja pedaleando-imaginando). Vuelvo a mirar hacia abajo, y es seguro que Marcelo y Elka han rodeado el Cerrito Rajado: una vez más no tengo la voluntad de escapatoria. Mientras espero que aparezcan con una resignación apacible, reviso las hendiduras puntiagudas del Cerrito Rajado y encuentro diminutos fósiles de caracoles de agua. ¿Es posible que el lago estuviera hasta aquí? Vuelvo a cerrar los ojos e imagino el número más largo de años, y pienso que esa debe ser la edad que tienen los diminutos caracoles. Guardo algunos en mi bolsillo secreto del chaleco de apache, mientras imagino que en el preciso momento en que aparezcan Marcelo y Elka, también aparecerán en el pálido horizonte la fila de apaches que vendrán a rescatarme. Levanto la cabeza para ubicarlos: la pluma apuntando al sol adormecido, y el esperado y vocal disparo de Marcelo en el costado del pecho, seguido inmediatamente del disparo de Elka por la espalda. Me dejo caer al suelo, pero imagino que estoy cayendo desde la altura enconada del Cerrito Rajado: una mancha marrón girando en el aire, la pluma solitaria, suspendida en su balanceo. Estoy cayendo muerto otra vez a las tres en punto, como todas las tardes de las vacaciones, porque los apaches (eso dice Marcelo) siempre tienen que morir. Y mientras regresamos a la urbanización (el que llega último es una rana) por los sembríos de abiertas y abigarradas flores violetas, todo parece de pronto haber envejecido: los techos rojos desteñidos de las casas, las paredes con pergaminos de pintura descascarada, y los jardines donde se desbordan el césped y las hierbas enmarañadas. Un aire pesado y frío envuelve mi casa vacía en su abandono, en el desorden y el polvo por todas partes, y la sensación ausente como alguien invisible que trajina por la sala y el comedor. La puerta del cuarto de víveres ligeramente entreabierta: apenas una línea donde alcanzo a ver, envuelto en la oxidada luz de la tarde, a mi padre sentado en la silla con todo el cuerpo doblado hacia adelante. ¿Está llorando? ¿Qué tiene en una de las manos?. Pienso en una marioneta a quién le han cortado los hilos. Por primera vez observo desanudada la corbata gruesa y torcida, mientras de alguna parte parece surgir un lejanísimo perfume agudo y flotante. Contengo la respiración, y como si estuviera sin zapatillas, subo las escaleras infinitas hacia mi cuarto, pensando en que mañana volveremos al Cerrito Rajado con Marcelo y Elka, y que volveré a esperar reiteradamente ese disparo puntual a las tres de la tarde hasta el fin de las vacaciones, para imaginar que mi alma convertida en pájaro una vez más está volando, o pedaleando-imaginando en una bicicleta roja, directamente hacia el sol.

Arequipa, Noviembre 2011

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