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REGRESO

Juan Carlos Ortiz Z.
Narrador puneño
septiembre del 2013

     Nicanor observa el campo desde una ventanilla del pequeño bus que va al sur. El campo aún está verde a pesar de ser finales de mayo, inicio de heladas.
     
Al abordar el microbús en Ilave, se preguntó si todo seguiría igual por aquí. Ilave es el primer pueblo grande, si se cuenta de norte a sur, de la ruta entre Puno y la frontera del país. Y es, el punto al que llegan los buses de Tacna, la costa sur del Perú.
     Ilave parecía el mismo, al menos se veía así desde la periferia, desde el grifo a las afueras del pueblo, varios metros antes del largo puente de hierro pintado de naranja. ¿El mismo perfil? Sí. Seguro que habría en el interior construcciones recientes, fachadas nuevas. Pero, se veía igual, como lo había dejado hace años.
     La última vez que Nicanor volvió por estos pueblos debió ser hace una década, no lo recordaba con exactitud. El mes era setiembre sin duda. Un ahijado suyo pasaba la fiesta de las Mercedes y él llegó a Zepita, un pueblo más al sur, con dos bidones enormes de vino de las chacras de Moquegua para el festejo. Era tradición el volver todos los setiembres para la fiesta de la Virgen. Sin embargo, esta vez, el motivo de su vuelta era otro: la madre.
     Hortensia, la hermana menor, le había comunicado personalmente en Tacna antes de abordar un bus, que mamá estaba mal, y que probablemente había que esperar lo peor. Él se preocupó, dijo que viajaría en dos días y así lo hizo. Ahora, sentado en un asiento junto a la ventanilla, después de toda una noche de viaje, buscaba deshacerse de ideas y pensamientos obscuros observando el campo.
     El trayecto, mientras el microbús corría sobre la pista, le revelaba que todo estaba intacto. Los campos enormes y los cerros seguían siendo los mismos, después de Ilave, después de Juli, de Pomata, antes de Zepita. Incluso el frío crudo era el mismo. Se preguntó: «¿Qué le dirían en el pueblo los viejos conocidos sobre mamá? ¿Qué estarían comentando del hecho?». Se estremeció. Por estos pueblos, la sanción social es una costumbre acentuada, e ineludible. Para evitar esa impresión negativa, empezó a hacer un recuento mental de su equipaje. ¿Había trasladado todo del ómnibus enorme que lo hizo arribar a Ilave, al pequeño bus blanco en el que viajaba ahora? El recurso no le dio resultado, lo asaltó una vez más el temor de las habladurías lapidarias, y más el temor de una mala noticia. Imaginaba que la mujer, su madre, estaría demasiado vieja, ahora le era fácil concluir cuánto.

     Nicanor tiene cincuenta y cuatro años, los primeros veinticuatro los había vivido junto a la madre, las hermanas y los hermanos, en la enorme casa familiar del pueblo. Luego de ese tiempo se mudó a Tacna. Fue el último de los varones en irse. Venía a visitar a mamá esporádicamente: dos o tres veces al año, incluido los meses de setiembre, hasta que se casó a los veintiocho. Después, casi nunca vino, apenas para un par de carnavales  y una que otra vez para las fiestas de la Virgen en setiembre, en los últimos veinte años. La primera vez que llegó al pueblo luego de casado fue después de mucho tiempo. Llegó con la mujer y los hijos ya crecidos. Era el primer carnaval en tantos años, y el primer encuentro con toda la familia: mamá, los hermanos, las hermanas, los cuñados, cuñadas, los hijos, los sobrinos… La casa estaba llena y alegre por primera vez en tanto tiempo, en los patios había bulla y gritos de contento. Ahora sus hijos tenían pequeños. Ahora era abuelo. Entonces, era de imaginar que la madre estuviese demasiado anciana, concluyó.
     Nicanor se deshizo de todo eso una vez más y observó que dejaban Pomata. En realidad para él el pueblo terminaba al pasar el islote a varios metros lago adentro, a la izquierda de la pista. El islote era un cerro empinado alto, con la cima plana que siempre lo imaginaba como un campo de fútbol perfecto, de tono marrón, acaso con algunos guijarros desperdigados, ¿cómo saberlo? Su forma le recordaba la infancia, a las tortas de lodo que las hermanas preparaban empleando como moldes pequeñas tasas de juguete en formas de cono truncado. Una vez más le vino la certeza de que nada había cambiado luego de tantos años: el frío, los pueblos, la gente, el cielo. Los campos a derecha e izquierda de la pista, por ejemplo, sembrados de icho amarillo, con algunos claros verdes como parches, con ovejas, vacas y llamas en ellos, todo bajo el cielo azul, limpio, eran los mismos. También, los muritos de piedras blancas que cercan espacios imperfectos, serpenteando como gusanos lechosos marcando los linderos, seguían allí.
     Después de Pomata no venía nada más, sólo Zepita, y a unos pocos kilómetros más allá, Desaguadero, la línea de frontera, y luego, el país vecino.
     El microbús aceleró a fondo después de dejar el islote, y siguió avanzando a toda velocidad en la mañana que todavía no acababa de madurar del todo. Nicanor aguardaba con disimulada impaciencia, incluso incómodo, a que el vehículo llegara a aquel lugar que en otras ocasiones ansiaba tanto, su pueblo natal. Ese lugar que quedaba después de trozos de geografía de nombres singulares, como Anu Pensión, Riba Patacollo, o, cualquier otra cosa parecida, pero sin duda, después de Chuachúa. Por estas regiones cualquier espacio geográfico tiene un nombre particular, piensa.
     Nicanor recordaba con intensa nostalgia, aparte de su pueblo natal, un paisaje que le habría gustado conservar en un cuadro, al cual solía referirse, en los relatos a la mujer costeña y después a los hijos y posteriormente a los nietos, como la estancia. Lo recordaba en tono azul, en el azul de la mañana y el marrón obscuro de la ligera inclinación terrosa, al lado oeste de la pista.
     En esa pendiente de tierra obscura, yacía la pequeña capilla de adobe con techo de paja y dos campanarios mirando al sur. (Tenía el cuadro en la mente). En la parte anterior de la edificación religiosa había un enorme cuadrado marcado con hileras de piedra, seguro la plaza; y, más allá en la explanada, hacia el oeste, hasta el fondo lejano que termina en una hilera de cerros azulados, están las casitas de adobe con techos de paja, desperdigadas, a veces formando grupos de dos o tres cuerpecitos marrones a distancia considerable de otros grupos o alguna casa solitaria. Todas tienen corralitos de piedra y ojos de buey casi imperceptibles. Las casas del fondo, las más lejanas, se ven diminutas como juguetes de barro. A Nicanor le gustaba ver todo aquello, preferentemente muy de mañana, unos minutos después que apareciera el sol, cuando todo era más azul y las casitas, por sus chimeneas rústicas de latas de alcohol en medio de los techos de paja de doble agua, junto a posibles veletas de gallos oxidados, exhalaban un humito blancuzco al frío de la mañana, haciendo entrever que se estaba preparando el desayuno del día, a leña en los fogones de arcilla quemada.
     Cuando aquel paisaje apareció ante sus ojos, en este su regreso, una sensación de niño lo invadió por completo; excitado, cambió de flanco raudamente hacia las ventanillas del otro lado del microbús.
     Sí, estaba igual, en efecto.
     A esta hora, casi media mañana, el sol empieza a calentar la atmósfera con fuerza y hace parecer al aire pesado y corpóreo en todo el lugar, desde la leve pendiente de tierra húmeda con la capilla de adobe de techo estropeado, hasta los cerros azulados al fondo. La señora del cabello ondulado a un asiento atrás, lo saca de su deleitosa observación.
     -Señor, ¿usted va a La Paz?
     Nicanor queda perplejo por un segundo, le costó salir del paisaje, tardó en responder.
     -No, voy a Zepita… Mi madre está enferma allí.
     -¡Oh!, lo siento. Sería mejor que la trasladara a la ciudad. En la ciudad hay buenos médicos, a La Paz estaría bien. En un pueblo no, no hay buenos médicos… la-gente-muere. Yo voy a Desaguadero, vivo allí.
     Nicanor asintió sonriendo amable, y se volvió disimuladamente para no perder de vista lo último del lugar que desaparecería por la curva que el bus ya empezaba a hacer.
     Ahora sí, vendría Zepita. Unas curvas más, luego una suave pendiente y un codo hacia su diestra y por fin, la línea derecha del asfalto que lo haría llegar al pueblo en menos media hora. La idea lo estremeció, y enseguida, una infinidad de sensaciones recorrieron su cuerpo centralizándose en el estómago. Y, una serie de recuerdos e imágenes venían a su mente.
     Diez minutos después de la última curva, una vez en la pista recta que atraviesa el llano, Nicanor divisó por fin el pueblo, aún lejos. Su corazón dio un salto. Descubrió que el perfil de aquel lugar seguía siendo el mismo, con las casas de techos de zinc apelotonadas en una sola masa. Unos minutos más cerca, el edificio familiar de la iglesia de San Sebastián, pintado de blanco, ofrecía en pleno su flanco derecho con el campanario trunco de piedra roja.
     El pueblo se veía tranquilo reposando en la mansedumbre azul de las nueve treinta de la mañana. 
     Nicanor conoce bien los alrededores de la iglesia, cada contrafuerte simple de este lado derecho ahora visible en detalle desde el bus, y los otros, del otro lado, altos como gradas colosales, a las que siempre quiso subir de niño. La campana verdosa, enorme, descansa sobre el pisito del campanario, inclinada ligeramente hacia afuera. Nicanor, sus hermanos: Francisco, Tomás y los otros chicos del pueblo, se mantenían a prudente distancia mientras mataban pajarillos, temiendo que la masa verdosa, metálica, cayera de la parte alta de la torre de piedra que llegaba a las nubes, visto con los ojos de su niñez límpida.
     El pueblo es tranquilo, pacífico, apenas la fiesta de la Virgen de las Mercedes, los carnavales y su aniversario, lograban sacudirlo un poco de su letargo. Los únicos signos de alboroto en sus calles, en todo el año, ocurren cuando la escuela al norte del pueblo, deja escapar a los chiquillos a la hora de salida, manchando de uniformes plomos y cuellos blancos la calle principal que entra en el medio de la plaza por ese lado; y, las ferias de los domingos.
     El bus blanco, pequeño, acababa de detenerse del todo frente a la plazoleta del General Santa Cruz, en el punto donde se bifurca la pista asfaltada hacia el noreste. Hacia el lado del pueblo, una construcción nueva, sin concluir, se alza moderna. Un enorme cartel dice: Mercado del Pueblo.
     Nicanor baja del bus con una maleta estupenda, tres bolsas grandes de plástico, llenas, y el saco en la mano. Toma la calle de siempre en esa zona, en la siguiente esquina dará vuelta. A la derecha, a media cuadra, empieza la casa de la madre. Las callecitas siguen siendo aún de tierra, piensa. Da la vuelta turbado, inquieto. Reconoce la fachada familiar de adobe. El portón viejo, de madera casi desecha, está abierto. Entra en la casa. El primer patio es una postal vieja que le trae recuerdos instantáneos. Atraviesa parte de ese espacio hasta el callejón a cielo abierto que conduce al segundo patio, en el lado sur de la casa familiar. Entra en él, lo primero que ve es el pilón decrépito de costumbre, sostenido por las mismas piedras redondas de toda la vida. Rodeando al patio enorme están los cuartos de adobe. En la puerta abierta de la pieza de la madre, reconoce a Hortensia. La hermana sentada en el umbral gimotea; su rostro viejo, cansado, se vuelve hacia Nicanor, revelándole que la madre ha muerto, inevitablemente.

Cuento publicado en el libro “Bajo la lluvia” (2009).

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