Annalyda Álvarez-Calderón Gerbolini |
Anita, como la conocemos en Puno, estuvo meses, en 2001, buscando información escrita, conversando con gente mayor o sus familias, recorriendo zonas que fueron conflictivas en su periodo de estudio y reflexionando con otros historiadores, puneños y puneñistas. Ella se comprometió a entregar copia de su trabajo de tesis —para obtener el título de Doctor en Historia, en la Universidad de Stony Brook—, y luego de algún tiempo y con mucha satisfacción, la hemos recibido. Complace sobremanera poner al alcance de nuestros lectores, las conclusiones de su estudio, traducidas gentilmente por Mario Cabrejos, y la bibliografía utilizada, parte de la cual recibimos para la Biblioteca de La Casa del Corregidor. ¡¡ Gracias Anita !! |
DE LA AUTORA Annalyda Álvarez-Calderón G. es historiadora peruana que reside actualmente en Cuernavaca, México. Inició sus estudios profesionales en la Pontificia Universidad Católica terminándolos en la Universidad de Miami, Florida, con una doble licenciatura en Historia y Estudios Internacionales y Comparativos. Obtuvo la maestría en Historia en la Universidad de Miami, Florida, con una tesis sobre crónicas coloniales y el doctorado en Historia en Stony Brook University, Nueva York, con una tesis sobre movimientos indígenas y políticas étnicas a principios del siglo veinte. Lleva más de quince años como investigadora independiente y docente (Universidad de Miami, Universidad San Ignacio de Loyola, Stony Brook University, Tecnológico de Monterrey). A la fecha ha ampliado su quehacer a temas y actividades medioambientales. |
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Biblioteca de la Casa del Corregidor. Puno, Perú Código de registro: 023294 Ficha: ÁLVAREZ-CALDERÓN GERBOLINI, Annalyda. LA BÚSQUEDA DE CIUDADANÍA, PUNO 1900-1930: Peregrinación a través de montañas, desiertos y océanos Tesis para optar el grado de Doctor en Historia por la Universidad Stony Brook, USA. Traducción: Mario Cabrejos, diciembre 2009. 258:235-237/239-249 pp. |
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LA BÚSQUEDA DE CIUDADANÍA, PUNO 1900-1930: Peregrinación a través de montañas, desiertos y océanos Annalyda Álvarez-Calderón Gerbolini
CONCLUSIONES A principios del siglo veinte, los campesinos puneños enfrentaban una grave situación. El crecimiento del mercado de la lana ejercía una gran presión sobre su fuerza de trabajo, su producción y sus tierras comunales. Debido al sistema de producción que reinaba en Puno, el sector hacendado sólo podía incrementar sus ganancias a costa del trabajo y los recursos del campesino, y así lo hizo mermando los ingresos campesinos. Aumentaron las compras forzadas de lana a un precio muy por debajo del precio de mercado, la demanda de trabajo no remunerado, las contribuciones arbitrarias y las usurpaciones violentas o ilegales de tierras comunitarias y privadas. Esto, agregado al serio desbalance entre población y recursos, iba exacerbando el largo proceso de deterioro del modo de vida campesino y debilitando la solidaridad comunal que por mucho tiempo había actuado como escudo contra la voracidad de los hacendados. El campesinado indígena de Puno, privado del derecho de voto desde 1896, no tenía poder político, y carecía de la protección que le había otorgado el pacto tributario colonial. Las elites locales iban estrechando su círculo de poder y abuso. Las viejas estrategias (litigios judiciales, negociaciones a nivel local y desobediencia abierta) ya no eran suficientes para resistir el creciente acaparamiento de recursos. Era necesario desarrollar nuevas estrategias por lo cual varias comunidades empezaron a movilizarse, dirigidas por los sectores más acomodados y por lo tanto más afectados. A largo plazo, estos intelectuales campesinos apostaban por la educación, puesto que era el camino directo hacia el derecho de voto (limitado a la población alfabeta) y la igualdad política. A corto plazo, sin embargo, optaron por establecer enlaces personales con el Poder Ejecutivo, intentando re-negociar el viejo pacto tributario colonial. Conscientes de los roles y necesidades del Estado, usaron argumentos que ligaban una identidad racial, impuesta y aceptada, con conceptos como civilización y nacionalismo para obtener del Estado protección y el reconocimiento de sus derechos civiles. Se presentaban como “ciudadanos indígenas” caracterizados por ser buenos contribuyentes y muy trabajadores pero injustamente despojados de sus derechos y necesitados de un tratamiento especial por parte del Estado. La multiplicidad de las iniciativas indígenas, y la rapidez de sus respuestas a condiciones favorables y desfavorables son prueba de su habilidad de construir alianzas dentro y fuera de su propia clase y de participar en la arena política nacional contribuyendo al proyecto de construcción de la nación, más allá de su necesidad de autonomía y seguridad. Las movilizaciones políticas indígenas fueron ganando coherencia y organización a través de las actividades de los “mensajeros” (voceros) elegidos por cada comunidad y el apoyo de organizaciones pro-indígenas y de intelectuales locales (profesores, abogados y periodistas). Las iniciativas indígenas ejercieron una fuerte presión sobre las clases medias y los sectores progresistas, creando en Puno un movimiento indigenista militante que intentaba apoyar las iniciativas campesinas. Este diálogo campesino-indigenista produjo fuertes demandas para la creación de un sistema de educación rural, y discursos que intentaban equilibrar el patrimonio cultural de un país dividido que manipulaba (y continúa manipulando) las diferencias culturales en beneficio de minorías particulares. Los discursos indigenistas clamaban por la necesidad de una sociedad sin prejuicios basada en la justicia social como un primer paso hacia un verdadero proyecto nacional. Promovieron un sistema estatal de educación rural, pero no apoyaron de manera consistente los esfuerzos de los campesinos. La corriente indigenista siguió apostando por un cambio desde arriba, generado desde un proyecto centralizado y occidentalizado estatal, en vez de apoyar el proyecto de educación bilingüe generado por una naciente red de escuelas privadas comunales. Los campesinos puneños recibieron una ayuda mucho más tangible y duradera de organizaciones fuertemente proactivas como la Iglesia Adventista. Los adventistas se convirtieron en los más eficientes colaboradores en la tarea de formar maestros para las escuelas que cada comunidad buscaba construir con sus propios recursos, sin ayuda del Estado. El gobierno civilista había mostrado cierta preocupación por la situación de la educación rural través de la reforma educativa de 1903, la creación de la Escuela Normal de Lima y constantes decretos prohibiendo el trabajo no remunerado, las contribuciones arbitrarias y otros excesos. Pero no fue sino hasta en 1919 que mensajeros (voceros, portavoces) consiguieron negociar un nuevo pacto con el Estado que apoyase los reclamos indígenas. Ansioso por modernizar el país y encontrar una solución definitiva al “problema indígena”, Augusto Leguía reconoció tierras comunales, creó organismos oficiales pro-indígenas (la Oficina de Asuntos Indígenas, el Patronato de la Raza Indígena), envió comisiones investigadoras, autorizó - e incluso apoyó - la creación de una organización nacional para la defensa de los derechos indígenas dirigida por campesinos, el Comité Pro Derecho Indígena Tahuantinsuyo. Esta institución, creada para y por indígenas, intentaba dar poder a potenciales electores indígenas a través de educación, difundiendo legislación pro-indígena e incluso creando pueblos y mercados (libres de mistis), como Wancho Lima en Huancané. 1922, el año de la fundación de un gran número de sub-comités marcó la culminación de un pacto campesino-Estado. Ante este desarrollo de la actividad campesina, los sectores gamonales reaccionaron con un amplio rango de acusaciones que insistían en la naturaleza violenta del indio, su odio por la raza blanca y su fácil manipulación por elementos externos que los convertía en traidores a la patria. Las acusaciones incluían también referencias a tendencias caníbales, heréticas, manipulativas, milenarias, anarquistas y comunistas. A través de estas acusaciones, el gamonalismo convirtió las pacíficas movilizaciones políticas campesinas en revueltas anti-blancos, justificando así oleadas de represión privada y oficial, que produjeron varios incidentes violentos. El milenarismo fue el instrumento hegemónico más usado por las elites gobernantes y los intelectuales para crear una conciencia nacional o identidad, pero también para negar a los indígenas el acceso a dicha identidad. Cuando el indio actuaba colectivamente era descrito como irracional, salvaje e incivilizado. Cuando actuaba solo era descrito como ignorante, sumiso pero traicionero e inmoral. El miedo de una minoría privilegiada y la mutabilidad de las categorías raciales impuestas dificultaron la tarea de los portavoces que demandaban ciudadanía y derechos individuales. Y, sin embargo, las luchas campesinas nunca fueron más coherentes ideológicamente que en los años treinta. Al final del siglo diecinueve, y en las primeras dos décadas del siglo veinte, el discurso político campesino creció en coherencia y fuerza basándose en un paquete de demandas que incluían la protección de la fuerza de trabajo campesina, sus recursos (tierra, ganado, producción de lana) y escuelas privadas. El objetivo final de los ciudadanos indígenas no era convertirse en mestizos urbanos, sino mantener su modo de vida y costumbres, al tiempo que obtenían acceso libre al mercado y al Estado como alfabetizados, esto es, como individuos con derecho de voto. Su dependencia de mediadores culturales socavó aun más el reconocimiento de su gestión. Los portavoces (voceros) puneños continuaron, sin embargo, con sus iniciativas y movilización, apoyados por un indigenismo local pragmático y orgánico, preocupado por el aumento del abuso y de la tensión social. El movimiento indigenista puneño, si bien ecléctico (privado de una universidad o partido que lo dirija) produjo muchos intelectuales y profesionales que estuvieron prácticamente envueltos en el duro trabajo diario de los líderes indígenas. Estas alianzas de campesinos y clase media permitieron alguna mejora en la situación. El movimiento campesino, sin embargo, fue incapaz de estampar en el Estado y en la sociedad peruana su propia definición de ciudadanía indígena. El término mestizo fue usado para negar a los indígenas un estatus intelectual. Su lugar en la sociedad fue establecido por una definición racial que equiparaba indianidad con analfabetismo e irracionalidad (De la Cadena 2000: 124-125) Los líderes campesinos no pudieron imponer su propia definición de indianidad por tres razones. Primero, porque otorgar plenos derechos ciudadanos a mayorías indígenas no era conveniente para el Estado. Las elites gobernantes intentaron crear modernidad a través de una “ambigua internalización del otro indígena”. No tenían como meta una integración biológica, sino una nación neo-colonial bicultural (india/blanca). Los indígenas debían ser empujados hasta los márgenes de la economía moderna como fuerza de trabajo pero mantenidos fuera de la nación como sujetos políticos. (Larson 2002: 35) El Estado era incapaz de responder con firmeza a los reclamos del movimiento campesino porque estaba entrampado en un crecimiento económico basado en formas pre-capitalistas de explotación y administración. Esto fomentó reclamos campesinos para sofocar el poder de las elites locales y su monopolio de la fuerza de trabajo campesina. La política pro-indígena de Leguía sólo abrió canales efímeros entre el campesinado y la burocracia. El entusiasmo inicial de su administración indigenista se extendió a unas cuantas capitales de provincia, pero fue incapaz de desarrollarse en otros organismos que no fueran los burocráticos, los que siguieron el sendero decadente del régimen. (Lynch 1979: XX) En una segunda instancia, pocos de los aliados indigenistas fueron capaces de propulsar cambios, conectando el movimiento campesino con las instancias de poder necesarias. La ignorancia de los funcionarios y el caciquismo político dificultaron la iniciativa de indigenistas profesionales. Muchos fueron obligados a revertir o cambiar sus actividades para contrarrestar acusaciones de manipulación populista o fueron incapaces de propugnar los puntos de vista y las expectativas campesinas. Al adjudicarse la representatividad campesina no permitieron a los voceros puneños alcanzar los niveles de poder necesarios para negociar sus propuestas con el Estado. Por otro lado, no lograron representar al movimiento de forma efectiva porque no llegaron a identificarse con las perspectivas y expectativas campesinas. Finalmente, desprovistos del poder político más básico (el voto) y necesitando conectarse con el Estado, los campesinos desarrollaron estrategias políticas y retóricas, volviendo al concepto del pacto tributario colonial que les garantizara protección para sus tierras y recursos. Los ciudadanos indígenas habían mantenido al Estado y defendido a la nación. Como ciudadanos indígenas estaban dispuestos a construir y mantener sus propias escuelas y carreteras, en la esperanza de obtener, a cambio, justicia y garantías sobre sus recursos y escuelas, y libre acceso al mercado. Su retórica, sin embargo, no tuvo éxito, principalmente porque quedó entrampada en un discurso ambivalente que iba y venía entre la toma del poder total y el rol de víctimas, y cayó una y otra vez en un modelo paternalista, patrón-cliente. El uso de un discurso victimista-paternalista impidió a los líderes campesinos establecer una representación política durable más allá del nivel local. Fue la forma del discurso, no los argumentos, lo que falló. Si bien las autoridades tradicionales estaban perdiendo poder, y viejas formas de organización política comunal se venían abajo, formas tradicionales de discurso permanecieron en el repertorio, ocultando el reconocimiento de la capacidad campesina. La nueva generación de líderes formados en los tempranos veintes, durante el apogeo del CPDIT, trajo nuevos tipos de iniciativas, pero también cayó presa de discursos radicales que produjeron diferencias internas rompiendo la cohesión del movimiento. El movimiento campesino consiguió detener las usurpaciones de tierras con la ayuda de una crisis en el mercado de la lana y una mayor presencia del Estado. El Estado mantuvo su discurso indigenista al tiempo que buscaba incrementar su control del área a nivel militar (controlando cualquier movimiento campesino y los ejércitos montados por los gamonales) y administrativo (manejando la escolaridad y la recaudación de impuestos). Esto demuestra la importancia que alcanzó Puno en esta época, no solo por razones económicas, sino también por su movilización social. Sin embargo, el movimiento campesino no fue capaz de imponer ante el gobierno y la sociedad nacional la imagen de un “ciudadano indígena”. Los intelectuales indígenas tuvieron que hacer algunos cambios en el discurso y en la práctica, mostrando una vez más su pragmatismo y su habilidad para adaptarse a los cambios. Empezaron a identificarse ellos mismos como campesinos, buscando nuevas alianzas con el sindicalismo y los partidos políticos emergentes. Evitaron desde entonces referirse a sí mismos como indios para alcanzar una identidad nacional. (De la Cadena 2000: 311) Su lucha como mensajeros indígenas no fue olvidada. Organizaciones locales de defensa heredaron las experiencias de los voceros y de organizaciones como el CPDIT (Comité Pro-Derecho Indígena Tawantinsuyo) y continuaron la lucha por la defensa de los derechos campesinos. El Estado, así como intelectuales y políticos que vinieron después, recuperaron sus argumentos. Las ideas de José Carlos Mariátegui deben mucho a los voceros e intelectuales puneños, así como al CPDIT. El resultado de sus batallas se consolidó en la medida en que las escuelas privadas y públicas se diseminaron a través del área rural. En Puno, la historia oral mantuvo viva la memoria de los mensajeros transmitiendo de generación en generación su ejemplo de liderazgo. Puno heredó de ellos una tradición de liderazgo campesino dinámico y pragmático, y una fuerte identidad étnica. |
BIBLIOGRAFÍA
ABERCROMBIE, Thomas. 1998 Pathways of Memory and Power. Ethnography and History Among an Andean People. Madison: the University of Wisconsin Press. |