Uno de los más brillantes críticos literarios puneños en la actualidad, es sin duda Badimiro Centeno. Contar con una colaboración suya no sólo nos llena de satisfacción sino también de orgullo.

De su último trabajo, él comparte con nosotros un cuento y nos motiva a buscar "El Monstruo de los cerros".


¡Gracias Bladimiro!
Diciembre, 2003

Del autor

Estudió Literatura y Lingüística en la Universidad Nacional de San Agustín (Arequipa). Actualmente es docente de la Universidad Nacional del Altiplano (Puno). Es colaborador del diario Los Andes y es comentarista de la nueva producción literia que va apareciendo en nuestra Región.

En 1995, ganó el segundo premio de cuento en el Concurso Nacional de Cuento y Poesía organizado por la Municipalidad de Paucarpata (Arequipa).

Publicaciones

El imaginario de la palabra(2003) donde reúne varios artículos de crítica literaria, algunos de los cuales han aparecido en revistas puneñas como El pez de oro, Revista Universitaria y en revistas nacionales como Apóstrofe y Revista Peruana de Literatura.
El imaginario de la palabra

Días secretos contiene doce cuentos que el autor ha querido liberarlos después de años de búsqueda expresiva.
Días secretos



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De: Maria Quispe
Fecha: Enero 22, 2010

Por favor podrian ilustrarme como es posible que el señor escriba cuentos y critica literaria si en su expresion oral tiene muchisimos tropiezos y prevalece su lengua de origen



De: Anónimo
Fecha: Febrero 2, 2010

El comentario anterior parece que alude al posible mote del autor a consecuencia de un idioma materno diferente al castellano, lo que en su opinión lo descalificaría como crítico literario y escritor. Es posible que un especialista pudiera dar respuesta al tema literario y otro al tema personal, pues lo que denota el comentario es un racismo velado.


CUENTO

EL COLOR DE LAS PIEDRAS

La primera vez que estuve donde Brígida no tomé mayor importancia a las piedras que descubrí en los estantes de su habitación. Mientras ella preparaba un café en la cocina, me limité a hojear algunos libros que me interesaban y pasamos la tarde corrigiendo el artículo que pensábamos publicar en una revista nacional. Examinamos los argumentos minuciosamente, sustituimos algunas ideas ampulosas y dejamos transcurrir las horas pulsando las teclas de la computadora. Sólo cuando ya nos despedíamos por la noche cogí una de las piedras y contemplé su vaga forma lunar.
Volví a reunirme con ella en su departamento tres semanas después para compartir nuestras impresiones respecto de la publicación que ya se exhibía en la librería universitaria. La revista ofrecía una diagramación bastante atrayente, nuestro artículo ocupaba las páginas intermedias y los autores estábamos magníficamente presentados. Celebramos nuestra conformidad con unas copas de vino, conversamos sobre la necesidad de continuar con el trabajo conjunto y decidimos apartarnos definitivamente de los conflictos políticos que envolvían a la universidad durante las últimas semanas.
- Es una pelea tonta –  sentenció ella antes de salir a la cocina.
Decidí aprovechar el momento para revisar otros libros del estante. Pero no continué con mi empresa. Mi curiosidad me llevó inmediatamente a las piedras que estaban guardadas en cajitas de madera y distribuidas en distintas divisiones. Las observé más detenidamente para saber qué rasgo icónico le había motivado a mi colega a realizar aquella colección lítica. Pero no encontré ninguna. Cada piedra poseía un tamaño, una forma y un color propio. Tampoco encontré un criterio que permitiera ubicarlas necesariamente en una u otra cajita.
Luego escuché pasos en el patio y me senté a la mesa. Brígida sostenía una charola llena de panecillos con queso, chicharrones de pollo y papas fritas. La depositó sobre la mesa, me ofreció un tenedor para que picara con él los bocaditos y empezamos a comer en silencio.
Me hubiera gustado preguntarle por qué coleccionaba esas piedras. Pero no me atreví. Aunque el intercambio de nuestros pareceres era constante, ella se comportaba de una manera introvertida, evitaba los comentarios personales y dedicaba todo su tiempo a las actividades académicas que a veces resultaban maniáticas. Y me olvidé de las piedras para no estropear nuestro trabajo conjunto que ya estaba dando sus primeros frutos.

Me gustaba trabajar con ella porque me inducía a dedicarme muy seriamente a la investigación. Desde que leí sus primeros artículos en una revista universitaria consideré que era una mujer inteligente, profunda en sus observaciones y precisa en sus argumentos que otros colegan no se atrevían a refutarlos sin caer en ridículo. Por eso, cuando me propuso que trabajáramos juntos, no dudé en aceptarle ni un segundo. Le ofrecí toda mi biblioteca personal.
No fue una propuesta espontánea. Me planteó en términos muy formales y esto, aunque me intimidó al inicio, me pareció sumamente positivo, porque con otras las cosas casi siempre terminaban en la cama. Nada de eso ocurrió con ella. Desde el primer momento distribuimos las tareas según el cronograma acordado previamente, empezamos a realizar las encuestas con mayor seriedad y encontramos en el camino tantas fuentes inesperadas. Ella era bastante clara en sus decisiones, no permitía ninguna desidia mientras no culminara el trabajo y me acostumbré poco a poco a su ritmo académico.
Publicamos varios artículos (algunos de ellos se incluyeron en compilaciones importantes) y proseguimos con nuestro trabajo sin impedimentos. Sin embargo, una tarde que revisábamos otro proyecto, se sintió ligeramente nerviosa y salió a la farmacia bastante presurosa. No me explicó qué mal le aquejaba, ni me permitió que la acompañara y me quedé transcribiendo las anotaciones en la computadora. Y, cuando finalicé la tarea, me acordé de las piedras y aproveché el descanso para observarlas de nuevo.

Las piedras ocupaban varias divisiones del estante. Cada cajita contenía de cuatro a seis unidades y estaban distribuidas de la primera hasta la última columna. Deseaba descubrir un rasgo común entre ellas, establecer el criterio que las ordenaba en las divisiones y de esta manera colmar mi curiosidad respecto de la colección. Pero no encontré ninguna explicación satisfactoria, percibí una constante transfiguración de una a otra piedra y busqué una posición más distante. Concentré mi vista en cada bloque, asumí el punto de vista comparativo y noté cierta tendencia cromática de uno a otro bloque. Y tuve la sensación de que por fin me estaba asomando a un mundo lítico enigmático.
Reinicié la tarea desde el principio de una manera más metódica. En las primeras divisiones predominaban las piedras de color claro: blancos, celestes y verdes. Las observé repetidas veces y comencé a percibir ciertas figuras astronómicas: lunas, estrellas, constelaciones y ángeles. Continué con las siguientes columnas en las que observaba nuevos rasgos: árboles, montañas, lagunas y animales campestres. En las columnas intermedias predominaban el color plomo, amarillo, naranja y rojo que adquirían ciertas figuras domésticas: casas, muebles, automóviles y otras figuras irregulares que iban conformando un bestiario interesente. No eran imágenes precisas, dependían más de mi voluntad contemplativa que de la forma  externa de las mismas.
Estaba en las tres cuartas partes del estante cuando llegó Brígida y se mostró sorprendida con mi interés por las piedras. Le confesé que me habían causado cierta curiosidad y volví a la mesa. Ella no dijo nada. Simplemente se dejó caer en la silla contigua ligeramente preocupada, aspiró el poco de aire que ingresaba por las ventanas y cambiamos de tema. Le pregunté si estaba bien y ella dijo que sí. Y optamos por hablar sobre el trabajo hasta que decidimos encontrarnos otro día.
- Te llamo-dijo.

Brígida me gustaba bastante. Pero más que eso me llamaba la atención su comportamiento. En la universidad cualquiera se daba cuenta que no había muchas mujeres que alcanzaran su encanto, más de una la miraba con envidia a pesar de la indiferencia con que recibía los elogios, y su aura enigmática atraía indefectiblemente a los hombres. Sin embargo, no se le conocía ningún pretendiente. Procuré varias veces llevar la conversación al plano de las confesiones íntimas, pero cambiaba de tema inmediatamente o corría a la cocina a traer más bocaditos.
Desde luego, los meses que trabajamos juntos construimos una confianza bastante sólida que me animó varias veces a acercarme con uno u otro pretexto. Pero fueron avances inciertos, con muchos enigmas en el camino que preferí no aventurarme más allá de algunos abrazos fraternales. Supongo que también sospechaba mi interés por ella, porque me aceptaba algunas frases de doble sentido con alegría, pero no me daba mayor apertura como para atreverme a enamorarla. Había algo en su personalidad que me hacía retroceder apenas intentaba intimarla.
Sin embargo, en una de las reuniones le pregunté cuántas parejas había tenido en su vida. Ella me miró con terror y me arrepentí inmediatamente. Comprendí que los temas amorosos le incomodaban profundamente. Y le pedí que olvidara esa pregunta imprudente. Revisamos las primeras copias del nuevo artículo, anotamos en silencio algunas observaciones en los márgenes y lamenté en el alma que nadie disfrutara de tanta belleza.

Había transcurrido aproximadamente dos años y ocho meses de trabajo conjunto cuando me comunicó que acababa de solicitar una licencia a la universidad (no dio más detalles). Dijo que se alejaría de la vida académica por ciertos motivos personales. Recibí la noticia como un balde de agua fría y todas mis expectativas con ella se diluyeron. Me había acostumbrado a su compañía y no me imaginaba realizando nuevos trabajos individuales. Pero no le dije nada. Le agradecí por el tiempo compartido y lamenté francamente que no pudiéramos continuar con el trabajo.
- Lo siento mucho- levantó los hombros y tomó su vaso de jugo.
Luego me indicó que esperara y subió a su dormitorio. Aproveché ese instante para ver el resto de las piedras. En las siguientes columnas percibí que el matiz cromático variaba violentamente. En las primeras, como había observado anteriormente, predominaban los colores blancos, celestes y verdes que figuraban ciertas formas astronómicas, zoológicas y topográficas. En las columnas intermedias resaltaban los colores vivos (amarillo, rojo y naranja) que adquirían figuras hogareñas.
Completé las columnas y me sorprendió sobremanera que las últimas piedras tuvieran una apariencia más tétrica. Sobresalían las negras, cafés y moradas con formas verticales, breves orificios y ranuras lóbregas. Eso me extrañó muchísimo y comencé a sospechar que me estaba introduciendo a un mundo habitado por signos que pretendían revelarme algún universo secreto y me quedé pensativo frente al estante.
Luego vi a Brígida que cargaba una caja llena de revistas, tarjetas, artesanías y una bola de cristal que simulaba la caída de nieve sobre una montaña. “Es para ti” me dijo con una rara afectación que convirtió el momento en algo emotivo. Comprendí que nuestra relación no era meramente académica, existía un sentimiento compartido que perturbaba nuestras voces y nos quedamos abrazados bastante rato uniendo el latido de nuestros corazones. Luego nos despedimos como de costumbre, pero una alegría más plena inquietaba mi pecho y nos prometimos llamarnos en cualquier momento para hablar de cosas más personales.
- ¿Nos veremos pronto? - pregunté al salir.
- Sí- movió una mano en señal de despedida.

Pasaron seis meses desde la última visita y no tuve más noticias de ella. La pereza me venció por varias semanas durante las cuales apenas leí uno que otro libro, pero luego recobré la voluntad de trabajo y bosquejé nuevos proyectos de investigación. Sin embargo, una mañana que desarrollaba normalmente mi sesión de clase, sentí el vibrador de mi celular y verifiqué el número. Era una llamada de larga distancia y oí una voz desconocida.
- Soy la hermana de Brígida –dijo la voz. – Ha fallecido ayer. Me pidió que te llamara… 
La noticia me causó una fuerte impresión, como si de pronto se quebrara el cielo. Interrumpí la sesión, expliqué a los alumnos que acababa de recibir una noticia trágica y me dejé caer en la primera carpeta vacía. Ellos asintieron con la cabeza, se pusieron de pie y abandonaron el salón. Mientras sentía el peso de la muerte junto a mis oídos, traté de ordenar mis ideas y me sumergí en una suma de tribulaciones.
Por la tarde me dirigí ante las autoridades universitarias, les comuniqué sobre el fallecimiento de la colega y emprendí el viaje a la ciudad de Arequipa con todo el encargo institucional. Llegué a la casa de su familia a la media noche y, cuando ingresé al velatorio, sus padres me recibieron con mucha deferencia. Sin embargo, ninguno de los presentes se atrevió a referirme la causa de su muerte, apenas intercambiaron conmigo algunos pasajes de su vida y no pregunté mayores detalles a nadie.
Al día siguiente, culminado el cortejo, su madre me entregó una carta. En ella, Brígida me explicaba los detalles de su enfermedad, me agradecía por la amistad compartida y me pedía que, a mi retorno, recogiera un encargo de una amiga suya. Por la noche cogí el último ómnibus del Terminal Terrestre  y me sentí el personaje Efraín de la novela María.
En Puno me dirigí a la dirección indicada. Encontré a su amiga que estaba esperando mi visita. En el sillón de su habitación, me reveló su gran amistad con Brígida, se limpió una que otra lágrima y me entregó una caja de madera que pesaba un montón de kilos.
No le pregunté sobre el contenido. La llevé hasta mi casa y, cuando la destapé sobre la cama, encontré en su interior todas las piedras. Estaban en sus respectivas cajitas, envueltas con cintas transparentes y, al ordenarlas en la misma disposición del estante, comprendí que cifraban las distintas ilusiones de mi colega que figuraron las piedras mientras la muerte iba recortando su vida.
(En: Días secretos, pp 77-84)
  CRÍTICA LITERARIA

El monstruo de los cerros de Luis Rodríguez Castillo

Bladimiro Centeno Herrera

La primera vez que leí El monstruo de los cerros (Petroperú Ediciones Copé, 2005) de Luis Rodríguez Castillo (Puno, 1974), ganador del Premio Copé de Bronce 2005, quedé ligeramente intimidado por su aparente simplicidad en el uso del lenguaje, la construcción de un sujeto lírico cuyo entusiasmo inicial contrastaba con el supuesto escenario trágico del mundo, y comprendí que exigía una lectura más cuidadosa.
Existen obras literarias en las cuales -cuando tienden al artificio- se componen temas simples mediante lenguajes complejos. Hay autores que desarrollan temas conceptuales mediante sistemas lingüísticos abstractos para fijar tópicos universales. Pero me agradan más aquellos títulos en los cuales se cifran temas abstractos mediante enunciados bastante sencillos porque proyectan metáforas globales que requieren lecturas más imaginativas. Éste último es el caso de El monstruo de los cerros
El libro nos enfrenta a una escritura paródica. Es el típico poemario que ofrece la sensación de una simplicidad discursiva que, sin embargo, configura un mundo complejo en el cual se transfiguran los imaginarios socioculturales. Esta simplicidad responde a la voluntad de conceder al lector común su identificación con el texto, pero sin mellar la construcción simbólica del universo lírico que se va precisando gradualmente.
Luís Rodríguez Castillo, para la creación del universo lírico, no asume ningún criterio referencial como se presiente equivocadamente cuando, en “La presentación”, se alude a un supuesto ritual. El autor utiliza los signos predominantes de la cultura peruana contemporánea para infundirlos un nuevo sentido en su manifestación. En otras palabras, sublima los elementos marginales de la cultura peruana mediante una imaginación metafórica (positiva) de los mismos.
En consecuencia, el sujeto lírico es un personaje migrante que ha recibido una caracterización monstruosa en la capital por la historia oficial del Perú contemporáneo. Y el lector asistir a la historia de amor de este migrante que, mediante una proposición de códigos culturales alternos a los aristocráticos, relata el descubrimiento de la pasión como una posibilidad afirmativa y la ausencia del amor como una muerte figurada en una sociedad desintegrada.
El poemario se divide en dos libros: I “Memorias de un degollador o el monstruo de los cerros”  y II “Notas desde “San Lorenzo” o lamentos del degollador”. Ambos libros refieren a la experiencia amorosa que vive el poeta en un espacio urbano marginal y conforman una unidad temática en dos etapas complementarias: la celebración del amor y la reflexión sobre la ausencia de la mujer amada.
El clima afectivo del poemario se evidencia desde el primer elemento paratextual. La supuesta referencia documental que aparece antes de la dedicatoria no es más que un simulacro ficticio. Se habla del cerro la “regla” ubicado en el barrio “Ciudad de papel”. Este elemento textual parodia al discurso periodístico que configura la imagen monstruosa del sujeto migrante.
Esta propuesta se ratifica en la dedicatoria y en el epígrafe. El autor, a modo de justificación de su ocio literario, dedica el libro a sus padres y hermanos. Es decir, introduce una tónica familiar. En el epígrafe se produce una postura dialógica con el recuerdo de la mujer amada, ya ausente, muerta: “Tú también pudiste haber dicho que se haga la luz/ y la luz, no lo dudes, sería la misma mansa muchacha/ que descubre las mañanas del mundo”.
Entonces, la “Presentación” requiere una interpretación muy cuidadosa. En ella, se constituye el sujeto lírico que realiza el ritual. Pero este ritual no es de carácter religioso ni mítico: es el ritual del amor que se comprende como un logro en el cual se ha sometido la voluntad de la amada al sentimiento del sujeto lírico, quien ofrece dicha historia como una ofrenda al lector: “Te ofrezco mi historia/ Como a dios el cordero tierno” se dirige al lector. “Entrego mi vida/ En esta fresca piel de mujer ya muerta” testimonia el sujeto su experiencia amorosa que se figura  como una muerte.
La identificación se plasma en “Autorretrato I”. Pero en esta identificación se testimonia la transfiguración vital del sujeto lírico que ha superado la cotidianidad deshumanizante mediante la pasión. “Yo también/ -como cualquiera-/ di/ un tierno beso a la frente de mi madre/ un sábado por la noche/ antes de salir a esa juerga interminable” señala el poema.
En “Cavilaciones I”, se inicia el ritual de enamoramiento con la identificación del objeto de deseo (la mujer). “Te he visto cruzando pistas/ paseando/ tu sonrisa como a un animalito amaestrado”.
En “Cavilaciones II”, afirma su deseo físico por alcanzar su objetivo. “El verbo es verbo/ -dice- Pero yo soy hueso/ Soy carne/ (animal de camal)/ lloro/ y mis lágrimas saben a langostas con hambre”.
En “Cavilaciones III”, vislumbra la posibilidad de una resistencia al amor, pero su deseo es más grande que sólo anhela entregarse a esa pasión. “…guardo un Judas/ que / me/ besa y me traiciona”.
En “Autorretrato II”, el sujeto lírico alcanza el amor mediante una intensa actividad seductiva, y realiza un aprendizaje amatorio. “Yo soy el día que por las tardes se hace noche / y noche/ muy noche/ madrugada para asomarme como el sol a tu ventana/ a veces digo cosas bellas/ digo por ejemplo “la ignorancia de mi piel sólo sabe el abecedario de tu cuerpo”.
En “Cavilaciones IV”, advierte que las palabras son inútiles tanto para expresar como conservar el amor (“palabras muertas como aves”) y no ponen de manifiesto la verdadera tensión que vive el sujeto en su anhelo amatorio: “Me siento al borde del abismo que soy/ y compruebo que nada es lo que ahora/ atrás o encima/ la luna desaparece como la emoción de la primera comunión”. 
En “Cavilaciones V”, expresa la tensión que produce en el sujeto lírico cualquier ausencia del amor: “A veces/ duermo y despierto con la ausencia de un abrazo” relata sus noches en vela.  “Entonces/ me visto de murciélago y duermo/ con los ojos más apetitosos/ que jamás se hayan lanzado al espacio” concluye el poema.
En “Cavilaciones VI”, mediante imágenes surrealistas, el sujeto lírico comprende que no es posible asir el amor de una mujer. El impulso irrefrenable apenas se traduce a una fantasía. “Dejo crecer mis manos y las echo al mundo/ y a mis manos/ no les interesa el mundo/ se van al bosque/ y regresan/ con unicornios y centauros/ a veces traen / dos luciérnagas en el rostro de una muchacha” dice.
Entonces el amor es una búsqueda. La modernidad le ha dado la oportunidad de ensayar sucesivas experiencias amatorias. En “Acertijo”, habla de otro logro amoroso, otra muerte emotiva: “Adivina/ -dice- ahora/ en qué cerro/ le corto el cuello/ a esta hostia desnuda/ que me gasta el tiempo”.
El sujeto que asume el rol de objeto de deseo se caracteriza en “Víctima I”. “La muerte es una mujer de piernas largas que camina/ apurada en la ciudad”. En otras palabras, caracteriza a una mujer trabajadora que vive apremiada por el tiempo. Luego se describe el encuentro amatorio que  intensifica la emoción del sujeto lírico. “Se sabe que antes de matarla/ danza con un poco de tierra en la cabeza/ y llora mientras mata/ recita una extraña plegaria/…-se presume que sea poeta-“ se precisa en “Noticia de periódico amarillo.
Estos versos explicitan ciertos discursos populares en los cuales el amor se figura como una muerte, la consumación sexual como un descuartizamiento y al amante como un degollador. Esta festividad amatoria se confirmada en la voz de “La víctima” que dice: “Yo me divertía como cualquiera/ es decir/ como cualquiera le buscaba un rostro a la noche y/ cuando lo encontraba/ le pintaba un par de hermosas ojeras/ como cualquiera/ apostaba mis piernas por una experiencia”. En estos versos, la amante reivindica la experiencia espontánea que escapa al concepto del amor aristocrático.
“El monstruo describiendo a su víctima” aparece como una respuesta al texto anterior. Aquí el sujeto lírico relata el desenlace amoroso que termina en una contemplación del cuerpo de la mujer amada. “Sus ojos asustados/ dibujando la cascada de mi infancia/ (en mis ojos complacidos y multiplicados llorando de emoción)/ su pelo suelto/ dejando volar toda esperanza/ sus manitas maniatadas y moradas/ llorándole a un dios que ya ha muerto”. Hay dos expresiones que ayudan a precisar el sentido: “esperanza” de amor permanente y  “dios que ya ha muerto” es el hombre- poeta después del acto amoroso.
Estas caracterizaciones parciales del sujeto lírico se integran en “Identikit del monstruo”, donde el autor configura al sujeto lírico como “un hombre de campo lleno de ciudad con ojos cargados de/ TV/ señales/ números/ semáforos/ áreas verdes/ pulmones con CO2/ Un hombre que habla idioma de hombre”. Es decir, el sujeto lírico es un personaje migrante que afirma su peculiar historia de amor e invoca a una conjunción afectiva en “El monstruo ante la tumba de una de sus víctimas”.
 En “Noticia del último minuto”, el autor revela su estrategia discursiva: “Confirmado/ la sucesión de asesinatos/ sólo fue/ la mascareta/ de un poemario dominguero/ que/ se publicará al suicidio de un sábado desilusionado”. La palabra suicidio implica el fin de la historia amatoria y, en “Víctima II”,  se inicia la indagación del sentido de esa vida amorosa pasada.
En el libro “Notas desde “San Lorenzo” o lamentos de degollador”, el discurso da un giro: se trasciende a la etapa reflexiva del amor, en la que se revela la soledad del sujeto lírico y la retrospección angustiante: “Todos nacemos con un vacío que en el transcurrir de nuestras vidas nos empeñamos en agrandarlo, lo suficiente, como para que pueda ser llenado, cómodamente, por la muerte”. La muerte, en este punto del texto, adquiere otro sentido simbólico: lo negativo.
En “Lamento I”, el sujeto lírico asume el fracaso del amor que lo conduce a una reclusión espiritual y retorno a la cotidiana angustiante. En “Lamento II”, nace la tensión del recuerdo que intensifica su soledad: “Sabía/ que la mujer crece cuando está desnuda/ ahora sé que el hombre crece cuando está solo y se hace terriblemente pesado”. En “Lamento III”, la angustia se hace más intensa y no hay manera de liberarse: “sorprendo mis ojos/ (agua salada)/ abortando/ seres huérfanos y extraños/ entonces pienso:/  yo debí nacer  flor/ o ser/ ave que copula con el viento”.
La indagación del fin del amor se precisa en “Víctima III” como el signo de una muerte figurada: “nuestras carnes son sepulcros abiertos donde, distraída, se mece la muerte”. Entonces la muerte es la figuración de la ausencia, la soledad y la nostalgia angustiante.
En “La muerte representada en cuatro actos”, se escenifican los motivos que generan dichos desenlaces mortuorios: ausencia, tránsito, escape y soledad nocturna. En “Lamento IV”, busca en vano un apoyo afectivo para superar el fracaso: “busco/ un hermano/ y/ sólo encuentro/ MIS OJOS/ escapando/ hermosamente/ como dos peces en el fondo del mar”.
Este sentimiento negativo del amor tiene como causa fundamental las dudas que se presentan en la mujer amada: en una situación marginal resulta difícil construir la armonía del amor y la precariedad es un elemento destructivo: “la muerte es una niña que distraída deshoja margaritas”, “a veces llega gorda, buena moza, con las mejillas rosadas y con la misma ingenuidad de las que llegan a la capital”.
En “Lamento V”,  la ausencia del amor también evidencia la ausencia de la vida; la ilusión amorosa ha perecido junto con la felicidad que ha mudado de su condición episódica; sin embargo, vislumbra una vaga esperanza: “es cierto -dice-/ que existe un amanecer que sobrevive en alguna parte/ pero yo no lo encuentro”.  En “Lamento VI”, el sujeto lírico comienza sublimar la angustia del recuerdo y racionaliza sus sentimientos: “Los días no se van/ más bien vienen como páginas/ O/ como pájaros asustados”. En “Lamento VII”, asume una nueva actitud, se distancia de los recuerdos y revalora a la mujer en su independencia: “hice que muchas lunas se diluyeran en mí/ también/ fui estorbo para mi propia sangre/ luché contra dios/ y yo/ heroico/ entre las fauces de aquel dios/ construí/ el dios que ahora alcanzo/ y sé /que no es/ el cordero tierno que se ofrece en el altar”. La mujer no es un cordero tierno para sacrificarla a nuestro deseo unilateral.
En “Despedida y arrepentimiento”, el sujeto lírico manifiesta, en forma elíptica, la experiencia del amor como la manifestación concreta de la experiencia de la vida. La manifestación espontánea del amor, culmina en una reflexión solemne de la vida y de la muerte que acompaña este proceso: “dios/ ya nada me queda y quizá por eso te recuerdo”.
Se cierra el poemario con la voz polifónica de “Víctima IV”  (donde la mujer recuerda la primera etapa de su vida afectiva con el poeta: “YO ERA VIRGEN/ (niña de pudor entre las piernas)”) y culmina con “Última nota” donde el poeta invoca a la imagen materna para liberarla de su angustia: “madre/ no te preocupes demasiado/ todos los hombres tenemos un pedazo de cielo asegurado/…está escrito”.
En conclusión, el autor ha cedido la palabra a un personaje migrante que ha experimentado las emociones de la vida en un espacio urbano marginal. Y, en el proceso de la escritura, ha transfigurado los códigos socioculturales que caracterizan a los grupos sociales, mediante la confrontación de formas aristocráticas con las vitalidades marginales.