HERMOSA MAÑANA* En mi oficio de reportero, no recuerdo exactamente quién, ese día, me alcanzó una invitación para recepcionar a una Embajada Cultural, procedente de un país centroamericano, que visitaba la ciudad. La hora señalada para la cita cultural estaba anunciada para los ocho de la noche. Cinco minutos antes de la hora, salí precipitadamente de mi casa. Para resguardarme del frío y la llovizna nocturna me puse un grueso sobretodo y me cubrí la cabeza con un pequeño sombrero. Crucé varias calles, saludé a muchos amigos, luego ingresé a la Plaza de Armas de la ciudad y empecé a correr casi flotando como un pequeño globo a consecue ncia de la densidad de la luz, amarilla y pálida como la muerte, que brotaba a raudales de muchas lámparas fluorescentes suspendidas en postes de cemento armado. Llegué a la puerta de la Casa Consistorial y dando grandes trancos gané el patio del vetusto edificio, luego subí las gradas de la escalera e ingresé a la sala de sesiones, donde el piso de madera empezó a crujir, como si se fuera a desplomar todo el edificio. En la amplia sala había pocas personas sentadas en cómodos sofás. Me sorprendió encontrarme con Margot, mi colega de trabajo en el Diario local, «Los Andes» “¡Buenas noches!” -saludé levantando la voz- Y como quien lanza una sentencia, desde un extremo de la sala, Margot me grita: “Alfonso ¡dónde están las notas de prensa!” “Me he olvidado, disculpa” -contesté con voz suplicante-. Margot colérica sentenció: “¡Vaya a traer, rápido, rápido!’. Salí precipitadamente de la sala, corrí por el estrecho corredor y bajé a largos trancos por las gradas. El patio lo cubrí con dos saltos para alcanzar la calle. La luz amarilla y densa me cegó al instante y empecé a flotar nuevamente, suspendido por el pálido y amarillo relente, y antes de elevarme lo suficiente, me atropelló un ómnibus que bajaba de algún barrio de la ciudad. Gran cantidad de personas se agolparon en torno del destrozado cuerpo del infortunado reportero. Media hora después, en una camilla blanca lo levantaron y lo metieron en un carro ambulancia que partió con el estrépito de la sirena de alarma. En el hospital, el médico legista, doctor López, declaró que el periodista Alfonso Maydano dejó de existir a consecuencia de un traumatismo encéfalocraneano. Así murió el reportero Alfonso Maydano, un hombre muy popular y querido entre sus colegas de trabajo de la prensa escrita. Su nombre y el fatal accidente serían recordados por mucho tiempo por los vecinos de la ciudad. Maydano, la noche anterior a su muerte, soñó que dormía, por requerimientos de su trabajo, en el interior del edificio del Concejo Municipal que iba siendo demolido por orden de un progresista alcalde. A media noche, gran cantidad de pericotes botaban sus excrementos sobre la cara de Maydano. El lecho y las paredes del edificio iban cayendo a los golpes de picos y palas de cientos de obreros.
II
La tarde toma una coloración indefinida, el Sol termina por caer en un abismo y las sombras trepan como fantasmas a las cumbres de los cerros. Con el último resplandor de la luz que corona una alta montaña, las sombras confunden las cosas. Los ventisqueros que bajan de la cordillera calmar su furia y, más tarde, algunas estrellas brillan en el cielo profundo y negro, como un póstumo remordimiento. En mi tránsito a la muerte fungía como antiguo empleado de la Caja de Depósitos y Consignaciones, Departamento de Recaudaciones. Me tocó cubrir la vigilancia de las fronteras de nuestra patria, con los países vecinos. Con este propósito, al caer la tarde de ese día fin de semana, ensillé el mulo y previo el permiso del jefe de la oficina provincial, monté en el dócil animal, y al paso llano tomé una pequeña senda que conduce al cruce de tres caminos por donde, aprovechando la oscuridad de la noche, los contrabandistas de alcohol transitaban con mucha frecuencia. Al aproximarme al cruce de los tres caminos sentí el lejano tañido de una campana que el viento traía de un lugar distante, como si fuera un eco tardío y perdido en la inmensidad del desierto andino. “¿En el tañido de una campana o es una alucinación crepuscular?” -me pregunté-. Podía tratarse, en todo caso, de una recua de mulos de los contrabandistas, con la mula madrina por delante, que transportan alcohol a la frontera del país para internarlo a los pueblos vecinos. Con estas suposiciones, presuroso desenfundé el revólver, abrí el seguro y en un descuido muevo el gatillo del arma y al instante escapa una bala que va directamente a incrustarse en la nuca del mulo. Al impacto mortífero el animal cae desplomado, yo también caí a tierra junto con la acémila. En mi desesperación intenté gritar pero me contuve pensando en ser descubierto por los contrabandistas. Toqué la cabeza del animal, la sentí aún tibia y percibí que de su nariz brotaba una lenta respiración que poco a poco se fue apagando. La sangre corría a borbotones de la profunda herida abierta en la cabeza del animal que al caer en la arena helada se iba congelando. Quité el ensillado, saqué la brida y me los eché al hombro y me puse a caminar en dirección al cruce de los tres caminos. Al aguzar nuevamente el oído, sentí que el tañido de la campana se alejaba. “Seguramente para buscar otro atajo para burlar la vigilancia”, pensé en ese instante. Los contrabandistas al oír el estampido tomaron otros rumbos. Cuando llegué al cruce de los tres caminos, en la oscuridad de la noche, encuentro un animal que arrastra la rienda del cabestro. Levanto a tientas y empiezo a caminar jalando al animal hacia el centro poblado más próximo. Con la larga caminata mi cuerpo entró en calor. A mi detrás venía, cansino, el caballo o mulo o en el peor de los casos, un asno. ¿Qué cargaba? Supuse dos cajas de alcohol, cuyo costo se aproximaba a los dos mil nuevos soles ¿O sería un quintal de fibra de alpaca. Hice aproximaciones y concluí: por cualquiera de las dos mercaderías los comerciantes, sin protestar, me darán dos mil nuevos soles. ¡Una fortuna! Habré caminado cerca a dos horas y pasando la medianoche empezó a nevar. Una luna opaca y pálida, como una gota de luz; emerge del fondo de un abismo y se suspende a la cima de una montaña. La luz se derrama por las llanuras y descompone los copos de nieve en prismas transparentes. Despiertan las aves nocturnas, en la lejanía aúllan los perros de alguna comarca andina escondida en los repliegues de la cordillera,. Vencido por la curiosidad y la codicia de saber qué es lo que cargaba el animal, volteo la cara y veo que es un asno con una pesada carga en el lomo, que le cae hasta los extremos de la panza. Me detengo y voy a verificar de cerca el hallazgo y descubro, en un extremo los pies fríos de un cadáver y en el otro la cabeza enfundada en una bolsa tejida de lana ¿Una carga humana? Hice mil suposiciones. ¿Contrabando de cadáveres? ¿un grupo de comuneros llevaba un cadáver para enterrarlo en un cementerio y en la noche oscura perdió la carga? ¡Sabe Dios! Me puse a temblar de miedo. Pensé en la muerte de la acémila y finalmente en el tétrico y macabro hallazgo. Me sentí culpable de todo. Un sudor frío inundó mi cuerpo. Mis pies se negaron a caminar y me detuve como una piedra abandonada en un camino solitario, en medio de la noche, de la nieve y en plena y gélida cordillera de los Andes del Sur. Di un fuerte silbido para citar a los cóndores. El eco de las montañas trasmitió mi mensaje y al instante y presuroso llegó el mallku o jefe de los cóndores y tras de él, en vuelo veloz, llegaron los demás miembros de la tribu. Les señalé el cadáver y le empezaren a devorar lanzando feroces graznidos. Mientras, la nieve caía espesa y cubría todo el espacio andino, a los muertos y a los vivos también. A esa hora sólo las montañas, los caminos, la luna pálida y el viento helado y la nieve eran testigos de mi desolación y desventura. Me puse a caminar con dirección al pueblo. Cuando ingresé por la calle principal me encontré con varios viajeros que llevaban, en un asno cargado, a un muerto. Los vecinos al saber la noticia salieron de sus casas. Descargaron al muerto y lo recostaron junto a una pared en la plaza. Las autoridades ordenaron que las campanas tañeran por la presencia del muerto, al que suponían un muerto importante. Empezó a tañir la campana de mayor sonoridad, luego le siguieron las otras campanas de las demás iglesias. El pueblo se llenó con el furor de las campanas. La gente para entenderse tenía que hablar a grandes gritos y con el auxilio de señales con las manos. Mientras los hombres descansaban, el muerto movió una mano, se descubrió la cara y preguntó: “¿Quiénes son ustedes? ¿Cuántos años hace que no ven un muerto?” Los hombres asombrados responden: “Señor somos los músicos de la estancia Chili, el último muerto que hemos visto fue Patricio Espetia que lo estamos conduciendo a la cima de la montaña del Kenarire, allá en el poniente”. El muerto les anuncia: “Yo soy el músico Espetia el que murió hace medio siglo por haber sido extraída la grasa de mi epiplón por el fraile degollador en la quebrada de Korivincho; esta grasa, los frailes utilizan para preparar el óleo con que bautizan a los cristianos”. El muerto hizo una pausa luego continuó: “Yo no busco sepultura, porque los hombres de todos los pueblos deben cargarme en un asno por todos los caminos anunciando a los pueblos que hace quinientos años anda por todos los caminos desolados de esta América la leyenda del fraile degollador que llegó junto con el invasor”. El muerto se calló. Los músicos cargaron al muerto en el mismo asno y abandonaron el pueblo para ir a otro pueblo, el más próximo.
III
Apenas los hombres se fueron, las campanas enmudecieron. En otro peregrinar hacia la muerte tenía que viajar en tren. La noche anterior había llovido intensamente. Las calles estaban completamente anegadas. Llegué a la estación y alargando la mano olicité un pasaje de primera clase. Me atendieron por encima de la cabeza de los demás viajeros. Levanté mi bolsa de viaje y me instalé en un asiento desocupado de un coche de primera clase y esperé la hora que debía partir el tren. Los demás pasajeros ingresaron en forma alborotada. Todos llevaban puestas una túnica blanca; hombres y mujeres, con la única diferencia que los hombres llevaban una pequeña corona en la cabeza y los niños también vestían de blanco con unas alas de color azul. Los pasajeros eran desconocidos. Cerca al mediodía el tren salió del pueblo emitiendo prolongados piteos. La locomotora que arrastraba quince coches, jadeaba por todo el camino. Las estaciones se sucedían a cada hora de recorrido. Los pueblos por los que atravesábamos eran desconocidos. Durante el trayecto nadie hablaba, parece que todos los pasajeros iban sumidos en profundas meditaciones o porque nadie conocía el destino que llevaba. El tren, con su monotonía, cubría extensas pampas. Las sombras de la tarde se proyectaban largas y un viento frío corría por los horizontes abiertos. Cerros lejanos teñidos de azul formaban extensas murallas. El tren iba dejando a su paso los paisajes, los pueblos y las lejanías perdidas en las distancias infinitas. El movimiento de los coches obedecía a un ritmo sincronizado y al compás del acezo de la locomotora que trepaba pendientes y bajaba laderas para perderse en las curvas cerradas. Al final del día, el sol fue a esconderse detrás de una elevada montaña, después la penumbra de la tarde inundó los campos cubiertos de pastura. El viento silbaba en los pajonales, los ovinos en largas puntas se recoger a sus cabañas. Algunos pájaros vuelan en las sombras y una lenta tristeza cubre los campos. Yo debía bajar en la próxima estación según indicaba mi itinerario de viaje. El tren, después de salir de un largo túnel, ingresó a una disimulada pendiente y se detiene en una pequeña estación donde bebe bastante agua de un caño que surte este líquido. Consulto mi libreta y compruebo que en esta estación termina mi viaje. Consulto también el reloj y marca las seis de la tarde. Cogí apresurado mi bolso de viaje y bajo por las escalinatas. Los demás pasajeros continúan su viaje al infinito de la vida o de la muerte. Levantan sus manos y me despiden. Miro por última vez las caras de ellos y veo las cuencas vacías de sus ojos y llevan la misma palidez desolada en los rostros. Para orientar mis pasos hacia la hacienda Santa Tecla de propiedad de la familia Ballivián a donde debo ir a pasar la noche, quedé parado un largo momento en la estación, mientras el tren continúa viaje. La bolsa la eché a la espalda y empecé a caminar por una senda apenas visible. Al primer peatón con quien me encontré le pregunto por la familia Ballivián. La respuesta fue inmediata: “Siga por la angosta senda pronto llegará a la casa-hacienda de los finados señores Ballivián. La voz parecía que venir de lejos, como si el viento la acercara desde una distancia lejana, luego se perdió y el hombre y la voz se transformaron en una sombra larga tendida en el suelo. Mi madre una vez me advirtió que los Ballivián era una familia con costumbres ancestrales, muy conservadora y eminentemente religiosa, sus creencias a veces llegaban al fanatismo. Con el recuerdo de este recuerdo, caminé despacio. Cuando ingresé al laberinto de casas que forma el conglomerado de la casa-hacienda, desemboqué en un pequeño patio, donde varios peones descansaban sentados en el suelo. La luz de la luna llena alumbraba con gran fulgor. Me detuve cerca a los hombres y pregunté por los dueños de la hacienda, me indicaron con gestos, que ellos se encontraban en las habitaciones del interior. Miré el camino que viene por una llanura y descubrí que un hombre montado en un caballo blanco se aproximaba a todo galope. Y violentamente entró al patio de la casa espantando a las gallinas y a los perros. Desmontó y caminó en silencio. Los perros empezaron a aullar a su paso y las gallinas se esconden en las sombras de la noche. Pregunté a los hombres sentados: ¿Quién es? Me contestaron en coro, “Es Blas Zegovia, el administrador de la hacienda que ha muerto el año pasado, pero él viene todas las noches siempre a esta hora”. Había escuchado muchas historias acerca del comportamiento de Zegovia. Su fama de hombre abusivo había llegado a muchos pueblos de la región. Decían que Zegovia era natural de Cerro de Pasco, que antes de subir al altiplano andino había trabajado en muchas negociaciones ganaderas del Centro del país. El hombre que acaba de llegar era entonces Blas Zegovia. Ingresé a un gran patio rodeado de puertas abiertas; en el interior de las habitaciones alumbraba una luz pálida que iluminaba dejando grandes sombras en las paredes. En la amplia sala amoblada con sillas y sofás antiguos, junto a una ventana con cortinas oscuras, estaba sentada doña Andrea Ballivián. Tenía la cara pálida, casi transparente, de un color ceniza, como si recién la hubieran desenterrado. Me aproximé y casi en el oído le dije que yo era Alfonso Maydano, descendiente de los primeros habitantes que llegaron a poblar estos llanos andinos. Doña Andrea me miró con ojos ausentes, extraños y perdidos en el recuerdo de muchos años. Su voz venía de distancias, como si me hablará detrás de una pared. Pregunté por su esposo don Eufracio Maydano. Me respondió que estaba vivo y se encontraba posiblemente en algún lugar. Me dijo que le mostrara mis pies donde deben llevar una marca o señal todos los Maydanos, los presuntos parientes de su esposo. Me suspendí el pantalón para enseñarle mi pie y descubrí que mis pies eran semejantes a los de los gallos. Doña Andrea movió la cabeza en señal negativa y me ordenó que de inmediato abandone su casa-hacienda. En el gran patio a esa hora, había gran cantidad de trabajadores que preparaban la chalona. Hombres desnudos hasta la cintura manipulaban carneros degollados tasajeándolos con grandes cuchillos para luego echarles sal de cocina. Al frente había una gran ruma de degollados, las cabezas de los ovinos aún saltaban abriendo desmesuradamente los ojos, de sus gargantas brotaban balidos lastimeros. Los hombres trabajaban en silencio, colgando de las patas la carne salada en los aleros de las habitaciones con techo de calamina. La Luna tramontó las montañas y una sombra oscura cubrió el campo; junto a un árbol añoso de un qolli centenario, estaba amarrada una vaca que bramaba como el viento anunciando el amanecer. En el techo de las casas, los gallos cantaban el alba y los gatos, con ojos de fuego, caminaban silenciosos. Un sueño de varios días cerró mis ojos. Hermosa mañana. Amaneció con un Sol radiante. Los rayos calurosos que penetran por la ventana me caían en plena cara. Abrí los ojos y sentí que en la habitación contigua dos jóvenes jugaban tenis de mesa. Apresurado me vestí y recién comprendí que me encontraba en el nosocomio Manuel Núñez Butrón, junto con otros enfermos que dormían en otras camas. Cuando entré a la habitación me encontré con Margot que jugaba tenis de mesa con otro colega periodista. Abandoné el hospital. En la puerta me encontré con el médico legista, doctor López, quién al verme me dijo: -Yo certifiqué tu muerte, ya no estás entre los vivos, anda a Registros Públicos e inscríbete nuevamente. Yo le respondí: - Dr. Ud. casi me hace sepultar vivo. Iré a Registros Públicos. Y salí presuroso a la calle. Cerca a las nueve de la mañana registré mi nacimiento con el nombre simbólico de Lázaro Maydano, luego me dirigí a la redacción del diario «Los Andes». Me encontré con el Dr. Frisancho quien me dijo: -Ud. se ha perdido 12 horas ¿dónde estuvo? Ha llegado el Maestro Joao Texeira. Está alojado en el Hotel Ferrocarril. Hay que cubrir esa información. Su colega Margot ya salió. ¡Vaya inmediatamente! Puno, diciembre de 1993. * En: Narradores del Siglo XX (Nacidos entre 1900 y 1919). José Antonio Bravo. 1999. Fondo editorial del Banco Central de Reserva del Perú. 255:245-255 pp. ISBN 9972-52-021-3 |
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LUIS GALLEGOS ARRIOLA Gentilmente, don Luis autorizó la publicación de este su cuento de antología, para el delite de quienes difrutan de este género literario. Por su vasta producción, es un narrador cuya relevancia como tal ha rebasado las fronteras locales, aunque su inspiración radica en Puno y su tiempo. Por su trabajo, no solo literario sino también por su aporte a la investigación, ha sido reconocido por el Colegio de Antropólogos del Perú con un "Diploma de Honor al Mérito Antropológico" en el 2014 y recientemente ha sido reconocido por el Ministerio de Cultura, Dirección Desconcentrada de Puno, "por su destacada labor profesiona y aporte a la cultura de la Región Puno" A sus casi 100 años, se mantiene activo física e intelectualmente y los puneños nos sentimos orgullosos de verlo caminar con su bastón y sus ganas de vivir y seguir escribiendo historias aún no contadas de su querida tierra. ¡¡¡ Gracias don Lucho !!! Del autor Trabajó como profesor rural en los Núcleos Escolares Campesinos, estructuras educativas que consolidaron a las comunidades campesinas. Implulsó estudios antropológicos en el Instituto Indigenista Peruano y luego en el Proyecto Puno-Tambopata. Trabajó como periodista, con Samuel Frisancho, en el diario "Los Andes", decano de la prensa regional y ha publicado numerosos cuentos y novelas cortas de corte histórico y erótico. Publicaciones Ha publicado, entre otros: Ver otras entradas en colaboraciones |