Juan Carlos Scannone, S.I (Buenos Aires, 1931). Fue director de la Facultad de Filosofía de la Universidad del Salvador, Buenos Aires. Realizó su doctorado en filosofía en la Universidad de Munich. Docente invitado en la Universidad de Filosofía en Munich, Frankfurt a.M., San Georgen (Alemania); en la Universidad Gregoriana (Roma) y en la ILADES (Santiago de Chile). Dirigió el grupo de investigación argentino sobre la doctrina social de la iglesia en Argentina. Coordinó el Equipo Jesuita Latinoamericano de Reflexión Filosófica. Es miembro de la Academia Europea de Ciencias y Artes.

El Perú, visto de cualquier ángulo, es un país conformado por diversidades. Alberga a una sociedad pluricultural y su mayor desafío en el presente es cómo afrontar en su práctica societal, esta diversidad. El texto del Dr. Juan Carlos Scannone S.I. está orientado a quienes se han propuesto afrontar ese reto, buscando construir relaciones interculturales que respeten las diferencias. Muchas gracias al autor por haber aceptado que se republique este texto suyo y un reconocimiento especial a Manuel Reyes Mate Ruperez, Director de la Enciclopedia Ibero-americana de Filosofía, por su benevolencia.

Agosto, 2011

 

 

NORMAS ÉTICAS EN LA RELACIÓN

ENTRE CULTURAS

 

Juan Carlos Scannone
En: David Sobrevilla (Editor). Filosofía de la cultura. Valladolid, España: Enciclopedia Íbero-americana de Filosofía, Ed. Trotta, 1998. 280:225-241pp

 

I. INTRODUCCIÓN

El título del presente artículo habla de culturas en plural, comprendiendo a éstas —en la línea de la antropología cultural—, ante todo como los «estilos de vida» («ways of life»: Eliot, 1948) de los distintos pueblos, etnias o grupos sociales particulares. Sin embargo, la semántica de la palabra «cultura», usada tanto en singular como en plural, implica también lo humanum que especifica universalmente al hombre y lo diferencia de lo que no es humano; aún más, indica lo que en el hombre es característico de su humanidad en cuanto tal, según lo juzga la antropología filosófica.

Por lo tanto, para considerar las normas éticas entre culturas no sólo se deberán tener en cuenta las relaciones que se dan entre las mismas sino también la tensión que en dicha interrelación se da entre lo universal humano (la cultura en las culturas) y las particularidades culturales.

De hecho, la cuestión se hace todavía más compleja si las normas éticas se consideran en su incidencia histórica, porque de hecho en la historia tanto lo universal como lo particular frecuentemente se ideologizan, siendo usados como máscaras e instrumentos de poder.

En la actual realidad histórica el tema que nos ocupa cobra especial peso y urgencia. Pues la crisis de la modernidad y los planteos post-modernos cuestionan e intentan superar un determinado modelo de universalidad cultural, a veces provocan la amenaza de una anticultura de violencia (por imposición de una determinada cultura y/o por fragmentación cultural), y plantean nuevos desafíos a las identidades culturales por la imposición de una civilización universal, como también a la universalidad humana por la reivindicación fundamentalista de dichas identidades particulares: ¿qué principios éticos norman tales tensiones, encuentros y conflictos culturales?

En un primer paso consideraré en general la relación entre cultura y ética (II); luego abordaré la interrelación entre culturas y los principios éticos que la norman (III); finalmente estudiaré su concreción en la problemática actual de la modernización de las culturas, especialmente del Tercer Mundo, dentro del marco de una ética planetaria (IV).


II. CULTURA Y ÉTICA

Cuando se define la cultura como el «estilo de vida» de un pueblo o grupo humano se hace referencia a un modo humano de habitar el mundo, de convivir con los otros y de ser sí mismo. Porque se trata de un modo humano tiene que ver con la libertad y la dignidad humanas y, por lo tanto, con la ética; porque se trata de un modo humano, se trata de formas o figuras de vida y, en ese sentido, de instituciones, estructuras o reglas que conforman dichas vida digna y convivencia ética. No tomo aquí la palabra «institución» (sólo) en su sentido sociológico, sino ante todo en su comprensión más general, de índole filosófica, según la entiende, por ejemplo, Ludwig Wittgenstein —en sus Philosophische Untersuchungen—, al decir: «Seguir una regla, hacer una comunicación, dar una orden, jugar una partida de ajedrez, son costumbres (usos, instituciones)» (1969, 381; cf. Scannone, 1993b). La cultura es la totalidad abierta de dichas formas de vida humana (propias de la humanidad en su conjunto; o de un pueblo o de un grupo social), entrelazadas en su diversidad.

No sólo por tratarse de lo humano y humanizador en cuanto tal, sino también por concretarse en reglas e instituciones, la cultura tiene una íntima relación con la ética. Pues dichas formas, estructurantes de la vida y la convivencia humanas, son al mismo tiempo configuraciones del sentido (humano) de la vida, conformaciones del ethos, es decir, del núcleo de valores y actitudes vividos y ejercitados por el grupo, y, finalmente, figuras de orden y ordenamiento (institucionales y simbólicos) de vida y convivencia (cf. Hünermann, 1989, 36 ss.; 1992,112ss.): pues a este orden le corresponde un bien de orden, que lo hace humano o inhumano, justo o injusto.

Se puede decir que dichas tres características de las formas culturales, a saber, ser configuraciones de sentido, de ethos y de orden, hacen que a ellas correspondan, respectivamente, un verum, un bonum y un cierto pulchrum que les es propio; pero aun en los casos del verum y del pulchrum, éstos se intercompenetran con el bonum humano y, por consiguiente, con la normatividad ética. Pues se trata de sentido y de orden humanos para, como diría Aristóteles, «vivir bien» una vida y convivencia dignas. Es decir, se trata de figuras e instituciones de la praxis (objeto de la reflexión ética).

Las implicaciones éticas de la cultura tienen un triple fundamento, relacionado siempre con la libertad: por un lado, los valores y formas culturales son fruto de la libertad de hombres que los asumieron y/o crearon, y los viven y conviven, aceptándolos, transformándolos o soportándolos; por otro, son expresión, objetivación y concreción de esa misma libertad y le dan a ésta tanto inspiración espiritual como cuerpo institucional; finalmente, la condicionan, predisponen, orientan y encauzan para obrar según determinadas reglas de acción ya instituidas socialmente.

Por ello tales estructuraciones valorativas, reglas, formas e instituciones —y no sólo la libertad misma (el «alma bella», la «buena voluntad» y sus contrarios)— pueden ser juzgados moralmente. El criterio de ese juicio está dado por la humanidad y dignidad del hombre, de todo el hombre y de todos los hombres. En el caso de la libertad, se juzgan sus actos, actuación y actitudes; en el caso de las figuras culturales, se juzga su aptitud para posibilitar efectivamente (es decir, condicionar, permitir, disponer, orientar, favorecer, dificultar, impedir, etc.) dichos actos éticos de las libertades personales (Hubig, 1982).

Si deseamos usar la conceptualización lingüística (cf. Scannone, 1990b, 148 ss.), podríamos decir que la semántica de lo humano fue y es pragmáticamente (es decir, ético-históricamente) puesta en juego por un determinado pueblo o grupo histórico, de modo que —en una especie de sintaxis— éste la estructura y configura según un determinado orden humano, el cual implica un determinado ethos (pues es fruto de una praxis ético-histórica libre) y un sentido (en cuanto especificación de la semántica humana arriba mencionada).


III. PRINCIPIOS NORMATIVOS DE LA RELACIÓN ENTRE CULTURAS

De acuerdo con lo dicho, los principios generales que han de normar éticamente la interrelación entre culturas tienen que dar cuenta de las siguientes relaciones: entre los tres momentos arriba mencionados: de sentido (o verdad), de ethos (o de bien) y de orden (relacionado con el pulchrum) (1); entre lo universal y lo particular (2); entre lo humanamente necesario y permanente y la novedad histórica gratuita (3); entre las distintas culturas mismas en su mutuo encuentro humano e histórico (diálogo, confrontación, conflicto) (4).

1. Relación del bonum ético con la verdad y el orden humanos

Antes de considerar directamente la relación ética entre culturas (4) y entre la cultura y las culturas —en cuanto esta segunda relación incide decisivamente en la primera— (2), enfocadas ambas en su procesualidad histórica (3), conviene estudiar la relación del bien ético con los otros dos momentos de la cultura: la verdad y el orden (1), pues la comprensión de las otras tres relaciones depende de cómo entendamos dicho bien.

En su planteamiento acerca de los principios éticos que norman las culturas (y que extiendo a su relacionamiento recíproco), Luis Villoro (1990,10 s.) habla del «principio de sentido». Pues es propio de la cultu­ra proporcionar sentido, fines y valores tanto a la comunidad como a los individuos que la forman. La explicación dada por Villoro hace ver la íntima conexión entre el sentido y el bien (fin, valor), pues se trata del sentido de la vida y la praxis humanas. Tal principio norma no sólo cada cultura hacia adentro, sino también su encuentro con otras, pues también entonces se da una relación entre hombres y comunidades humanas. En esa interrelación se pone en juego lo humano y su sentido, por obra de la libertad, y se crean nuevos ordenamientos que estructuran interculturalmente —legítimamente o no, de acuerdo con la dignidad del hombre— el sentido de lo humano e interhumano.

Pero el «principio de sentido» no cumplirá su función normativa si éste no responde a la realidad, tanto a la realidad (esencial y, por lo tanto, universal) del hombre como hombre, cuanto a la realidad (histórica) de los distintos hombres y comunidades culturales de hombres. Por lo tanto, además de ser coherente consigo mismo, el sentido ha de serlo también con tales realidades, es decir, ser verdadero y verdaderamente humano. Pero como se trata de realidad y verdad humanas, éstas implican el bien real del hombre, de todo el hombre y de cada hombre, bien que le es debido incondicionadamente; pues implica su valor y dignidad de fin en sí y la orientación a su autorrealización humana integral.

Aún más, no se trata solamente del sentido global de la existencia y/o del sentido último de la misma (como se dan en las formas culturales que denominamos universales: arte, filosofía, religión), sino también de los distintos sentidos correspondientes a los diferentes ámbitos regionales en cuanto son humanos (ciencia, técnica, derecho, comunicaciones sociales, economía, política, etc.). Cada uno de esos espacios humanos de vida y convivencia se refiere a un «algo» que tiene su propio sentido y verdad y, por lo tanto, su valor, fin y bien específicos, que han de ser respetados como parte del bien integral del hombre. También aquí se trata no sólo de la interioridad de cada cultura, sino asimismo de la relación entre culturas dentro de cada uno de esos ámbitos arriba señalados: religión, filosofía, arte, política, derecho, comunicaciones sociales, ciencia, técnica, economía, etc. Su sentido y valor humanos y, por lo tanto, éticos, norman tanto las relaciones intra como las interculturales.

Villoro habla también del «principio de eficacia» (1990, 11), que —según mi apreciación— también tiene que ver con el verum cultural, en cuanto la eficacia exige adecuación a la realidad. De ahí que las culturas y sus interrelaciones puedan ser juzgadas éticamente no sólo según los fines que persiguen, y la índole de los medios que usan, sino también según la real eficacia de los mismos. Pero debe tratarse de eficacia humana. Ésta, para ser eficaz, ha de referirse con verdad a la realidad y, a su vez, debe ser efectivamente capaz de transformarla en orden a los fines que pretende; pero para ser eficacia humana debe tener siempre en cuenta la integralidad del hombre y no solamente un aspecto, por ejemplo, cuantitativo, de su vida o de un ámbito de ésta.

Por consiguiente, el ordenamiento estructural de la cultura en general y de cada uno de sus ámbitos (económico, político, jurídico, artístico, etc.) tiene que tener en cuenta la racionalidad calculadora y estratégica medio-fin, pero también trascenderla y excederla, en cuanto el sentido, el bien y el orden humanos integrales han de estar siempre simbolizados y como anticipados en cada ordenamiento de los medios. O, dicho de otra manera, estos últimos deben estar siempre orientados y activamente abiertos a lo humano integral, que los excede, pero que se trasparenta en los medios con una especie de sobreabundancia simbólica y estética.

Por tanto la razón poiética tiene que unir ambos momentos propios suyos, el de la eficacia técnica y el de la gratuidad simbólica (pulchrum), para corresponder a la razón teórica del verum (que no sólo es calculadora sino también contemplativa) y a la razón práctica del bonum (no sólo útil, sino también honesto), si esos tres momentos de la razón (que lo son también de lo real y de la cultura) han de ser integralmente humanos.

Esa interrelación de los tres momentos, propia de la razón humana —verdadera, recta y acertada— y, por lo tanto, el inter-juego de los trascendentales —propiedades de lo real en cuanto tal—, deben darse en toda correcta interrelación ética entre las culturas. Pues, como dijimos, la cultura implica configuraciones humanas de sentido, de ethos y de orden.

2. Cultura universal y culturas particulares

a. Universalidad situada

El sentido, la verdad, el bien y la belleza humanos son de suyo universales porque lo humano en cuanto tal es universal. Por lo tanto, es totalmente legítimo hablar —según lo hice más arriba— de la cultura en las culturas. Lo humano universal es entonces tanto en lo intra como en lo intercultural, norma del sentido, el bien y el orden culturales, dando así base al principio ético de universalidad. Pero ésta debe ser rectamente comprendida.

Pues la identidad y universalidad de lo humano como tal vive en las culturas particulares, pero no de o sobre ellas. Su universalidad no es abstracta ni formal, ni prescinde adecuadamente de las diferencias concretas y de los contenidos materiales, como si cada cultura peculiar fuera un mero caso al que deba aplicarse unívocamente una esencia ideal abstracta y ahistórica, o un imperativo categórico puramente formal.

Pero tampoco se trata de una universalidad dialéctica que sobreasume (aufhebt) en sí (lógica y/o históricamente) todas las diferencias culturales anteriores. Así es como, para Hegel, en la universalidad concreta europea (aún más, prusiana) de su tiempo se realizaba la universalidad humana y, por ende, cultural. La norma de lo humano, ético y cultural sería así etnocéntrica, comprendida a partir del centro dialéctico (lógico e histórico) que sintetizaría lo válido y vigente de las diferentes culturas en una cultura histórica concretamente universal. Sin embargo, aunque se rechace tal concepción de la universalidad y, por consiguiente, de la norma ética, sin embargo debe aceptarse con Hegel que la universalidad se da en las particularidades concretas, la identidad, en las diferencias culturales y la esencia de lo humano, en la experiencia humana histórica.

Según mi opinión, no se trata de una universalidad abstracta o dialéctica, sino de una universalidad situada, a saber, concreta, diferente e histórica, pero que no pretende sobreasumir en sí (lo humanamente válido de) las otras particularidades, diferencias culturales e historias. En otras palabras, no hablo de equivocidad o de relativismo historicista, pero tampoco de la univocidad de un absoluto ahistórico o de un absoluto dialéctico en la historia (expresado en una proposición especulativa), sino de una universalidad analógica, histórica y situada (cf. Scannone, 1990b). El universal humano se da, puede y debe darse en las diferentes culturas totum sed non totaliter, es decir, sin adecuarse totalmente con ninguna de ellas, pero concretándose en cada una de modo diverso. Sin embargo, exige su integralidad analógica (totum) y su comunicación con otros modos de vivir y convivir lo humano.

Cada cultura abarca la totalidad de lo humano, pero desde una perspectiva que nunca es total y, por ello, necesita de las otras. Pero la mutua fecundación y enriquecimiento intercultural de perspectivas no se logran por mera suma ni por totalización dialéctica, sino que, para que se den éticamente, según la dignidad del hombre, han de darse por comunicación entre culturas.

Toda mediación implica negación. Mas, de acuerdo con lo dicho, la mediación ético-histórica de los valores culturales no se da por la mera negación particular del universal considerado como un todo ideal, ni por la negación dialéctica de la negación mediante luchas y conflictos históricos, sino por una negación alterativa, es decir, por alteridad ético-histórica (pues una cultura no es la otra; pero, en cuanto humana, es digna de respeto en su alteridad cultural). Se trata del momento de negación propio no de la mediación silogística o dialéctica sino de la mediación dialógica. En la pragmática y praxis históricas se trata del diálogo intercultural, el cual corresponde, en el dominio de la sintaxis lingüística, a la mediación analógica de lo universal humano. Sólo así la semántica humana universal se particulariza —en el plano de la lógica (analéctica)1— sin abstraer adecuadamente de las diferencias materiales y —en el ámbito de la historia—, respetando éticamente las diferencias culturales, es decir, la alteridad ético-histórica de cada cultura.

Por consiguiente, la norma ética que rige la relación entre culturas, sin dejar de ser analógicamente universal, es histórica; pero lo histórico no es sólo una aplicación concreta de lo abstracto, sino —como lo diré más abajo— también el fruto nuevo de un encuentro ético de libertades personales y comunitarias.

b. Autenticidad y alteridad ética

Como la cultura implica formas y configuraciones (de sentido, ethos y orden), éstas son necesariamente expresión del núcleo ético-mítico (Ricoeur, 1955, 294 ss.) de la misma, es decir, de su núcleo de sentido y valores, encarnados en símbolos. Pues bien, tal expresión ha de ser auténtica. De ahí que el respeto de la autenticidad cultural sea una norma ética del encuentro entre culturas. Este es éticamente criticable si causa alienación cultural, v.g. mediante un trasplante alienante de elementos exógenos que violente la identidad propia de una determinada cultura.

Con todo, identidad y autenticidad no exigen mantener a ultranza las peculiaridades o la fidelidad ciega a una tradición anquilosada; ni tampoco que una cultura se encierre en sí misma para preservarse de influjos extraños. Pero exigen que no se impida —por ejemplo, a través de la imposición de una cultura dominante— la libre manifestación y configuración genuina y desde dentro, del propio núcleo de sentido y ethos, que es lo más profundo y permanente de cada cultura. Dicho de otra manera, se trata de que la semántica cultural (sentido de la vida y de la convivencia) y el ethos (corazón valorarivo y libre de la pragmática cultural) puedan expresarse en una sintaxis cultural propia, así como que ésta los encarne y configure en formas (expresivas) de sentido, ethos y orden que auténticamente les correspondan.

Sin embargo, hay que entender correctamente lo que significa el autós de una verdadera autenticidad. Pues en la interrelación entre culturas pasa algo semejante a lo que sucede entre las personas. Frecuentemente uno es más sí mismo (autós, self) como respuesta responsable ante el llamado ético de otro, con tal de que se trate de una solicitación y no de una imposición violenta. Aún más, sin los otros y sus aportaciones culturales no podríamos llegar a ser plenamente nosotros mismos, ni plenamente humanos. Tal dialógica también se da entre comunidades culturales, en la línea de lo dicho más arriba acerca de la lógica analéctica. Sólo así, entendiendo la auténtica autenticidad desde la relación de alteridad ética entre culturas, el principio del respeto de la autenticidad cultural (Villoro, 1990, 7 ss.) puede conjugarse con el de la universalidad humana situada.

De esa conjugación pueden deducirse dos corolarios éticos: a) en primer lugar, que cada cultura ha de ser comprendida, juzgada y valorada desde su propia autenticidad, aunque ésta no será realmente tal en cuanto no encarne analógica e históricamente lo humano universal; b) en segundo lugar, que aunque cada cultura deba ser respetada en su autenticidad, sin embargo no se da una equivalencia absoluta entre todas las culturas —en una especie de relativismo ético cultural—, pues no sólo una cultura puede ser más auténtica que otra, sino que también puede, sin perder su autenticidad, encarnar más o menos lo universalmente humano o, por el contrario, vivir y expresar elementos antihumanos que son éticamente criticables y piden purificación. Pero ésta debe darse sin desmedro, sino con enriquecimiento, de la verdadera autenticidad humana integral. Los aportes culturales de una cultura a otra, tanto los positivos como los críticos, deben ser asimilados desde dentro por la propia identidad, transformándola —aun profundamente—, pero sin violentarla; todavía más, humanizándola y, por ello, haciéndola más auténtica y más auténticamente humana.

3. Necesidad ética y novedad histórico-cultural

Lo dicho hasta ahora exige a las culturas una historicidad auténtica en el drama de la historia cultural, a saber, una tradición no estancada sino viva, un encuentro presente no alienante con otras y un proyecto histórico para cada una de ellas y para su interrelación, que sea respetuoso a la vez de sus identidades, de su mutua alteridad ética y de su intercomunicación solidaria para el bien común intercultural de toda la humanidad.

Lo afirmado arriba en términos de universalidad-particularidad y/o de identidad-alteridad puede ser traducido —según la misma lógica (analéctica) ya sugerida— en fórmulas que sinteticen necesidad y gratuidad, permanencia y novedad ético-históricas.

Pues la necesidad y permanencia propias de la universalidad de lo humano y, por lo tanto, de la norma ética, no contradicen la gratuidad y novedad históricas, sino que las implican, porque se trata de universalidad analógica. Ésta no sólo no niega sino que supone la alteridad (diferencia) ético-histórica.

Por lo tanto, del encuentro dramático (ético e histórico) de culturas puede surgir y de hecho surge gratuitamente novedad histórica. Ésta es irreductible a la adición o a la síntesis dialéctica de las culturas que se encuentran entre sí (sea en diálogo o conflicto, o en ambos a la vez), porque se está poniendo en juego la libertad, creadora de significaciones, de valores y de orden, y de nuevas configuraciones de los mismos.

Tal creación cultural es indeducible a priori, aunque a posteriori puede ser reconocida como fruto nuevo y gratuito de un encuentro intercultural. La normatividad ética pide sin embargo que se respeten la identidad y continuidad (analógicas) de cada cultura, así como las de lo humano (es decir, las del sentido del hombre, del ethos y del orden humanos) y, por lo mismo, tanto la autenticidad de las culturas que se encuentran entre sí como la norma ética analógicamente universal.

Novedad y gratuidad de la creatividad cultural e intercultural no contradicen esa norma, sino que evidencian su carácter profundamente humano, pues es una norma viva, éticamente normante de la libertad y del encuentro de libertades en cuanto tal.

Por ello hablé más arriba del drama de la historia, cuyo desenlace es impredecible por la razón calculadora (y, por consiguiente, implica novedad histórica) y es también libre y creativo (y, por ende, trasparenta gratuidad ética). Desde esta constatación es posible reafirmar la trascendencia ética del hombre (y quizás también la de Dios) en cuanto sólo ella puede dar razón cabal de dichas novedad y gratuidad sin menoscabo de la continuidad histórica y de la necesidad categórica de las normas éticas.

4. Encuentro, comunicación, conflicto y comunión interculturales

a. Intercomunicación ética entre culturas: encuentro

Cada cultura no es —según se dijo— un mero caso de un ideal ahistórico de humanidad; pero tampoco se va realizando por un puro proceso evolutivo ni por solas oposiciones dialécticas, sino en y por el diálogo y la comunicación entre culturas distintas. Pues lo histórico no es sólo una aplicación concreta de lo abstracto, un desarrollo de lo implícito o una sobreasunción de contradicciones en un plano superior, sino también y sobre todo el proceso vivo y creativo y el fruto nuevo de un encuentro ético de libertades personales y comunitarias. En ese encuentro histórico se ponen en juego dramáticamente (es decir, libremente y, por ello, éticamente) el bien y el mal del hombre y de los hombres, así como los de la cultura humana total, de las culturas involucradas y de sus relaciones interculturales. De ahí que dicho encuentro esté normado por el principio de intercomunicación ética. Ésta implica la justicia y la solidaridad entre culturas y regula los conflictos entre las mismas.

La cultura humana en general y cada cultura en particular consisten en comunicación de sentido e (ilocucionariamente) de ethos: éstos se expresan «sintácticamente» en ordenamientos, estructuras e instituciones, como lenguaje, entendido no sólo en cuanto hablado o escrito, sino en toda su amplitud antropológica y simbólica. Así es como para Clifford Geertz (1973) la cultura está constituida por una estructura significativa simbólica.

Por lo tanto la cultura, en cuanto implica configuraciones de sentido, de ethos y de orden, es esencialmente comunicativa. El sentido no es algo privado sino público y social, como lo reconocen los teóricos de la racionalidad comunicativa; y, aunque no identifiquemos —como ellos— la verdad con el consenso, es indudable que la verdad lo implica.

En cuanto al ethos cultural, no se trata de uno individual sino que es propio del nosotros, es decir, de la interacción comunitaria de libertades personales. Pues bien, la libertad personal misma es intrínsecamente social en cuanto sólo se realiza en las relaciones éticas y ético-históricas.

Además —como lo enfatiza Paúl Ricoeur (1973) siguiendo a Hegel y haciendo una relectura posthegeliana de Kant— la libertad se media en figuras de orden, es decir, en instituciones, que deberían (éticamente) ser instituciones de la libertad (¡genitivo objetivo y subjetivo!) y, por consiguiente —dado su carácter esencialmente social—, de justicia, solidaridad y amistad social.

Así es como las interrelaciones entre pueblos deben estar signadas por la reciprocidad de un mutuo reconocimiento intercomunitario justo y solidario, que implica no sólo el respeto de sus culturas sino también el fomento de la comunidad, comunicación y aun comunión entre ellas, dentro de una ética intercultural planetaria.

De ahí que la comunidad ético-histórica de comunicación entre culturas no se fundamente solamente en la utilidad mutua, ni siquiera en el mero respeto recíproco de la dignidad incondicionada de lo humano (de toda y cada cultura), sino también y sobre todo en la socialidad intrínseca de la libertad de hombres y comunidades, que se abren a la comunión entre esas libertades en mutua gratuidad, como plena realización humana del hombre y de las comunidades culturales.

Así entiendo la amistad social entre éstas, aplicando al orden internacional e intercultural la noción aristotélica de amistad política en cada polis.

b. Conflictos interculturales

Pero la exigencia ética de la «comunidad de comunicación» entre culturas no siempre es respondida humanamente: Karl-Otto Apel (1973) diría que existe una tensión dialéctica entre la comunidad ideal y la real de comunicación (según mi enfoque hablaría de una tensión «analéctica», dentro del nosotros inter-cultural ético-histórico, entre los momentos ético e histórico).

La autorrealización de una cultura, es decir, su realización humana de lo humano en su integralidad o dentro de un determinado ámbito (por ejemplo, científico, técnico, económico, político, etc.) le confiere poder para sí misma y frente a otras culturas. Por ello la comunicación entre culturas puede tomar la forma de conflictos de poder, ya sea que un grupo busque posibilidades culturales para sí luchando (justa o injustamente) contra otros; ya sea que intente negárselas o limitárselas a éstos, oprimiéndolos o marginándolos culturalmente. Tales conflictos pueden darse en un ámbito nacional pluricultural, de pluralidad de sub-culturas, o, asimismo, en el ámbito internacional.

Aún más, muchas veces la dominación, opresión y/o marginación culturales se producirán ideológicamente —como ya lo adelanté en la introducción—, en nombre de valores culturales universales o peculiares, que enmascaran intereses bastardos y ansias desmedidas de poder. En el primer caso se trata generalmente o bien de una universalidad unívoca identificada etnocéntricamente con la propia cultura tomada como la medida de lo humano, o bien de una pretendida cultura nacional uniforme que no respeta las diferentes etnias y subculturas; en el caso de la ideologización de lo peculiar, frecuentemente se defiende el statu quo de las relaciones de poder dentro de una determinada nación, bajo el manto de la defensa de su idiosincrasia cultural. Pues no pocas veces la dominación económica o política ad intra o ad extra hace un uso subrepticio de instrumentos culturales, convirtiéndolos en ideológicos.

c. Autonomía cultural

Los conflictos mencionados tienden a negar a la otra cultura su autonomía. Pues bien, el principio de intercomunicación ética (justicia y solidaridad) implica el principio de autonomía (Villoro, 1990, 6 s.), porque se trata de comunicación, justicia y solidaridad entre libertades.

Por lo tanto, cada comunidad cultural ha de ser autónoma en la elección de sus metas, valores, preferencias, medios, formas de expresión, etc., aunque esté obligada por lo humano universal situado, a saber, por el respeto de la dignidad propia, de cada uno de sus integrantes —sean personas o grupos subculturales— y de las otras comunidades culturales; pero esa obligación no le quita autonomía sino que la supone. Por lo tanto, de suyo tiene, y debe tener la capacidad de autodeterminarse y autorrealizarse sin coacción ni violencia ajenas. La dominación y opresión culturales —hacia adentro o hacia afuera de un determinado pueblo o nación— han de ser éticamente rechazadas e históricamente superadas. Pero tal derecho cultural a la propia autonomía incluye el deber de respetar la de las otras culturas en sus valores, su lengua, sus instituciones, su ethos cultural, etc.

Claro está que —en la línea de lo dicho hasta ahora— el principio de autonomía no contradice la asunción y asimilación de valores, expresiones o productos culturales de otras culturas. Pero supone la posibilidad de su crítica, elección o selección, es decir, de un discernimiento cultural autónomo.

Ese discernimiento tendrá en cuenta no sólo la identidad cultural propia (según el principio de autenticidad) y lo humano universal aunque analógico (de acuerdo con el de universalidad situada), sino también —dentro de la comunidad ética de comunicación entre culturas— la autonomía de cada cultura en su interrelación.

También a la autonomía se aplica lo ya expresado acerca de la autenticidad. El autós plenamente libre y autónomo no se da en la autosuficiencia, autarquía y autocracia, ni siquiera sólo en la mera autodeterminación, sino dentro de una comunidad ético-histórica de interrelaciones justas, solidarias y gratuitas dentro de la comunidad de comunicación, como respuesta al llamado ético de los otros. Este llamado, aunque es éticamente recíproco, sin embargo, en cuanto respuesta libre y responsable, ha de ser asimismo gratuito, con la gratuidad de la libertad y la amistad social. Según Emmanuel Lévinas (1974,145), el verdadero autós se declina en el acusativo de la respuesta: «¡Heme aquí!», que puede llevarse al plural en el caso de la autonomía cultural, con los respectivos «¡Henos aquí!» de la relación ética entre culturas.


IV. MODERNIDAD Y RELACIONES ÉTICAS INTERCULTURALES

En este momento histórico, uno de los problemas éticos más decisivos concernientes a la interrelación entre culturas es el de la relación de éstas con la cultura moderna occidental, concebida como universal. En esa problemática se entrecruza la relación entre la(s) cultura(s) noratlántica(s) y las de Asia, África y América Latina, por un lado, con la relación entre lo humano (verdadera o pretendidamente) universal y las culturas particulares, por otro. Así es como Alain Finkielkraut (1987) fija su mirada en la última oposición, simbolizándola, dentro de Europa —aún más, dentro de la cultura de lengua alemana—, en la confrontación entre Goethe y Herder, como representantes, respectivamente, de la universalidad de la cultura (y de lo humano), y de su particularidad.

A diferencia de Finkielkraut, Ricoeur enfoca la tensión que se da entre «civilización universal» y «culturas nacionales» (1964, 286-300) —incluidas las del Viejo Continente—, entendiendo «civilización» como el dominio de los utensilios, y «cultura» a partir del núcleo ético-mítico; mientras que Jean Ladrière (1977) enfatiza el desafío de la «ciencia y la tecnología» (productos universales de la cultura europea) a todas las culturas, incluida esta última. Según mi opinión, aunque la oposición señalada por Ricoeur y, en forma semejante, por Ladrière, es bien verdadera, con todo, también se da la indicada por Finkielkraut, aunque no meramente como él la entiende —en forma de alguna manera ingenua—, sino asimismo como choque ético-histórico entre culturas, en el cual lo uni­versal y lo moderno son frecuentemente usados como instrumentos ideológicos de dominación política, económica y/o cultural.

¿Qué se entiende por modernidad? Según Abel Jeannière (1990), consiste en las cuatro revoluciones modernas, no siempre simultáneas: la científica, la industrial o tecnológica, la política (la democracia) y la propiamente cultural (la Ilustración). Fueron fruto del proceso cultural europeo, se han ido universalizando de hecho y, aunque contienen muchos elementos universales de jure, una cierta comprensión de los mismos ha sido empleada como enmascaramiento de una opresión bien particular.

La crisis actual de la modernidad, aunque tiene el riesgo de poner en jaque dichos logros de jure universales de esas cuatro revoluciones, con todo, al criticar e intentar superar la manera unívoca o dialéctica de concebir la universalidad por la Ilustración (tanto la primera como la segunda), tiene la ventaja de desenmascarar el uso ideológico de dichos aportes en nombre de la razón, la ciencia, la democracia, el progreso, el desarrollo, la liberación, la revolución, etc., es decir, de la «civilización» (o la cultura) contra la «barbarie» (Domingo F. Sarmiento).

1. Distintas figuras históricas de modernización

A la luz de los principios éticos arriba considerados, trataré de juzgar éticamente distintas figuras histórico-culturales de modernización o de resistencia a la misma como de hecho se dieron o se están dando en el Tercer mundo (cf. también: Scannone, 1990b, cap. 9; Trigo, 1983).

El colonialismo craso identifica la universalidad humana y la sustancialidad de la cultura y/o de la modernidad con las de la potencia política o militar dominante, como si las culturas de los países colonizados fueran una mera materia informe o, a lo más, sólo pudieran aportar una accidentalidad folclórica. De ahí que la relación ético-histórica (pragmática) entre culturas se redujo así a la imposición, el mero trasplante y/ o la imitación casi simiesca —por mera «aplicación» (violenta, sea por la fuerza o por la persuasión ideológica) a un nuevo «caso» histórico—, de la semántica cultural y del modelo (sintáctico) de configuraciones culturales importado desde la metrópoli. Como se puede apreciar, dicha pragmática conculca los principios éticos arriba enunciados.

Los distintos tipos de neo-colonialismo (desarrollista, neoconservador, neoliberal) tampoco respetan la autonomía ni la autenticidad de las otras culturas. Pues las consideran como encontrándose en un estadio más atrasado del «ideal» unívoco de superdesarrollo en que las potencias noratlánticas ahora se hallan. No hay verdadera irrupción dialógica ni crítica dialéctica en ese encuentro pragmático intercultural, sino sólo la apariencia de un desarrollo lineal y evolutivo que, sin embargo, esconde una forma, más sutil que en el vétero-colonialismo, de dominio y, por lo tanto, de alienación y dependencia. También aquí se da una errónea comprensión de la universalidad, empleada ideológicamente.

Por otro lado, ni el rechazo fundamentalista en bloque de la modernidad o de las aportaciones científicas, tecnológicas, políticas y culturales de las culturas colonizadoras o neocolonizadoras, ni tampoco una cierta actitud seudo-revolucionaria, que cree poder trasplantar sólo los aportes científico-tecnológicos, sin transformar cultural y políticamente la vieja cultura, respetan los principios éticos de la relación entre culturas, desarrollados más arriba. Ya dije que la genuina universalidad es situada y analógica, y que las verdaderas autenticidad y autonomía se dan en la comunicación, así como que ésta transforma desde dentro tanto las culturas que se intercomunican como los aportes que ellas asimilan según la propia idiosincrasia, transformándola y transformándolos en la creación de novedad histórica.

Por el contrario, la semántica cultural, tanto propia como ajena, ha de ser puesta en juego pragmáticamente por la libertad de las comunidades en el encuentro entre sus culturas. De ahí que su nueva configuración sintáctica en formas de sentido, de ethos y de orden sea histórica y renovada, sin negar su eventual validez humana universal, pero en forma situada y analógica.

Ello es así no sólo en el caso de la solidaridad ético-histórica entre pueblos y culturas, sino también en los de conflicto, como el que de hecho se da en los de liberación de la dependencia colonial o neocolonial. Pues aun en la lucha justa contra la dominación no sólo se ha de respetar éticamente al adversario, sino también saber discernir la validez humana y, por lo tanto, universalizable analógica e históricamente, de sus valores, formas y productos culturales, para asumirlos desde la propia idiosincrasia. Pues es posible luchar con las armas del adversario, transformándolas desde un nuevo ethos (de justicia y búsqueda de la reconciliación en la justicia), que les dé un sentido renovado desde dentro y, por lo tanto, un nuevo ordenamiento y configuración externa.

Por consiguiente, todo proceso de modernización (científico-técni­ca, política, económica, cultural) ha de ser discernido a la luz de los principios éticos considerados más arriba. Ellos son válidos no solamente para la comunicación ética entre distintas culturas nacionales, entre las distintas culturas dentro de estados pluriculturales y entre subculturas dentro de una misma nación, sino también en el caso de la asimilación auténtica y autónoma de los aportes universales de la modernidad.

2. Caminos actuales de respuesta

Según mi opinión, hay convergencia y divergencia entre las respuestas teóricas que se dan en la misma cultura moderna europea ante su crisis ético-histórica (como son, por ejemplo, las propuestas postmoderna y de la racionalidad comunicativa; sobre ambas, cf. Habermas 198 Ib, 462 ss.; 1985, cap. 11), y, por otro lado, ciertas respuestas prácticas que comienzan a emerger en el Tercer Mundo ante el problema ético-cultural de su modernización.

Así es como los teóricos de la racionalidad comunicativa (Jürgen Habermas [1981a] y Karl-Otto Apel [1973]) afirman que la modernidad está todavía inconclusa. Para ellos entró en crisis la racionalidad centrada en el yo (la autoconciencia) y en la relación (teórica y/o técnica) sujeto-objeto, siendo así que la racionalidad comunicativa y la comunidad de comunicación (yo interpreto: también entre culturas) implican desde el vamos la crítica y la superación de aquel centramiento, sin renunciar a la autorreferencia (sobre ésta como característica de la modernidad cf. Habermas, 1985, 400 ss.; Scannone, 1991,158).

Por otro lado, los teóricos de la postmodernidad (Jean-Francois Lyotard, Gianni Vattimo, etc.) proclaman el fin de los metarrelatos ideológicos y de una razón una, unívoca, sistemática y absoluta, acentuando el pluralismo de los juegos de lenguaje (y, por lo tanto, también de las culturas y de las dimensiones culturales, irreductibles y no homogeneizables entre sí), así como el goce estético del instante presente y la gratuidad de lo fáctico.

Pues bien, en ciertos pueblos del Tercer Mundo, como América Latina, se está dando, en los niveles populares, una especie de modernidad emergente2, que está surgiendo de las nuevas síntesis culturales (entre las culturas tradicionales latinoamericanas y la cultura moderna) ensayadas por distintos movimientos, entre los cuales se destaca el así llamado neocomunitarismo de base (García Delgado, 1989).

Tales síntesis se están dando en distintos ámbitos de la vida y la cultura, a saber, en los ámbitos: religioso (comunidades eclesiales de base, círculos bíblicos, grupos de oración), social (emergencia de la sociedad civil en diferentes organizaciones libres del pueblo: sociedades barriales de fomento, cooperadoras escolares, clubes de madres, asociaciones de derechos humanos o de defensa del medio ambiente, etc.), económico (economía popular de solidaridad en cooperativas, empresas auto-gestionadas de trabajadores, talleres laborales, microemprendimientos, huertas comunitarias, etc.), artístico (v.g. en formas alternativas de comunicación social como las radios FM barriales; sin olvidar la expresión simbólica de ese renovado «mestizaje cultural» en la nueva novela latinoamericana, como en El zorro de arriba y el zorro de abajo, de José María Arguedas, etc.). En todos esos ámbitos parecen estar surgiendo frutos nuevos del encuentro entre las culturas autóctonas y aportes irrenunciables de la modernidad, que plantean la posibilidad real de una modernización alternativa (Scannone, 1991; 1992; Scannone y Periné, 1993, cap. 16). Aún más, según parece, tal síntesis es fruto de una interrelación ético-histórica entre culturas en la que se unen al mismo tiempo el encuentro y el conflicto, la asunción de los aportes del otro y la transformación desde dentro de la propia identidad sin perder autenticidad y autonomía, y una novedad histórica gratuita en la cual se da analógicamente lo universal.

Por consiguiente, se trata de relaciones interculturales (entre la cultura moderna noratlántica y la propia), que básicamente se orientan de hecho según el espíritu de los principios éticos elaborados más arriba: aún más, dicha elaboración tuvo en cuenta la mencionada emergencia de un eventual nuevo estilo de modernidad.

En éste, opera de hecho una racionalidad comunicativa (aun sin usar ese nombre), gratuita y solidaria, que desde la racionalidad sapiencial latinoamericana asume formas modernas técnicamente, pero también humanamente eficaces. La sintaxis cultural emergente parece responder a un ethos dialógico nuevo, porque supera tanto la pura copia (colonial o neocolonial) como la mera lucha o resistencia cultural (tanto fundamentalista como seudo-revolucionaria), y expresa una semántica que ya no es sólo tradicional ni sólo moderna (según los modelos noratlánticos), sino históricamente creativa.

Así es como en dichas formas culturales se da autogestión comunitaria, pero se trata de una autorreferencia abierta sapiencialmente a la alteridad y a la trascedencia, en la cual se da de hecho lo que Levinas afirma (y arriba se dijo) acerca del autós. Se da una verdadera racionalidad comunicativa, pero no principalmente en el orden argumentativo (Habermas), sino en el práctico y sapiencial, siguiendo la idiosincrasia latinoamericana, pero asumiendo formas organizativas modernas de comunicación. Se acepta el pluralismo cultural (de alguna manera postmoderno), pero sin renunciar a la universalidad, entendida ahora en forma plural, situada y analógica. Se busca la felicidad y la belleza actuales (aunque no se las reduzca al goce estético del instante), pero tampoco se dejan de lado la utopía, la esperanza y el imaginario colectivo de una sociedad alternativa viable. Se vive la gratuidad de lo inesperadamente histórico y otro, mas sin renunciar a una racionalidad trasversal y abierta, que, sin dejar de ser estrictamente racional, da cabida a lo nuevo, a lo simbólico, al respeto de lo ético-culturalmente distinto y a la trascendencia religiosa.

La comunidad planetaria de comunicación entre culturas puede encontrar su camino ético-histórico en la línea esbozada tanto por los prin;cipios éticos arriba expuestos como por la realización nueva que parece estar creándose en el neocomunitarismo latinoamericano. O, por el contrario, puede intentar la planetarización por medio de una uniformización cultural masiva, eliminando, dominando o marginando la pluralidad cultural. Así provocará, quizás —aun sin pretenderlo— fragmentación y violencia entre las culturas. Estamos hoy ante el desafío ético e histórico de ir logrando una comunión intercultural cada vez más extensa y profunda, que respete tanto la unidad como la pluralidad de las culturas, tanto la identidad y universalidad humanas como las diferencias históricas y culturales particulares de los hombres.

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NOTAS

1. En contraposición con la dialéctica hegeliana y en relación con ella, tanto Enrique Dussel como yo hablamos de «analéctica», tomando la expresión de Bernhard Lakebrink, cf. bibliografía sobre analogía y analéctica en Scannone (1990b, 246; 1993a, 233).

2. Expresión de Clodovis Boff en la Revista Eclesiástica Brasileira, 50 (1990) 282.