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El Occoruru (*) Luis H. Urviola Montesinos
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Publicado en: El Eco de Puno. IV Época. Año CXXII, Nº 15545. Edición mensual. Feb. 2021. Pág. 05. |
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Dejó de existir en el pasado siglo. Era muy conocido en el ambiente citadino de las familias, principalmente de la zona central y aledañas al mercado principal de la ciudad lacustre de Puno. Era un hombre solitario que frisaba en los cincuenta años de edad. Casi de mediana estatura y contextura fuerte. De mirada cetrina y a veces fulgente cuando, luego de unos sorbos de aguardiente, tocaba muy emocionado su aerófono andino unitubular; tal vez inspirado en los recuerdos de su tierna edad y lejano terruño. Muy temprano, en las madrugadas, se aprestaba a realizar los mandados de las amas de casa para la compra cotidiana de los víveres, combustible y algunos abarrotes requeridos por los hogares; entre éstos el kerosene para las hornillas portátiles muy usadas en la ciudad, las latas de manteca, algunos cestos de frutas y encargos a las caseras del mercado. En su diario trajín, acompañado de la luz matutina y el frío altiplánico, cruzaba, cargando los encargos que le hacían, por el Parque Pino y el Mercado Central, llamado “la recova” hacía pocas décadas atrás. Testigos mudos de su recorrido matinal, o vespertino, son los muros del Colegio Nacional de “San Carlos”, el Club Unión, la Iglesia de San Juan, las columnas pétreas del Arco Deustua y las paredes de la avenida La Torre, entre otras arterias y callejuelas empedradas, árboles de eucalipto y especies nativas como el qolli, las qantutas y algunos frutales aclimatados que asomaban por los tejados de las viviendas sobre las cuales revoloteaban especies de avecillas hoy extintas como los loritos serranos, los q´ellunchos y las tortolitas de ojos rojos que en idioma nativo denominan "kurucutas" (qhorqotas). Los servicios domésticos de “El Occoruro”, como así lo llamaban las madres de familia y las voces de los niños, se distinguía, como en un acuerdo tácito de división social con el trabajo de los “cargadores” que se diseminaban en los alrededores del mercado de la ciudad y eran personajes encargados de las labores de traslado de mercaderías más pesadas para las cuales portaban siempre un atuendo característico: su infaltable soga enrollada al cinto o alrededor del hombro, sombrero negro o gris raído por el tiempo así como pantalón y saco remendados y para los pies las sandalias que denominamos ojotas. Algunos cargadores llevaban una placa enumerada en el sombrero seguramente registrada por la municipalidad. El Occoruro no formaba parte de los cargadores, era un mandadero. El sustantivo botánico /oqoruru, en quechua/, que también es un topónimo, se refiere a una planta acuática llamada en castellano /berro/. Su sinónimo es el mayu mostacilla o jajoruru. Se trata de la planta Nasturtium officinalis o Minulus glabratus H.B.K. También es un apellido más frecuente en el Cusco en cuya provincia de Espinar existe un distrito con dicho nombre y, como apellido, también en algunas localidades quechuas puneñas como Cabanillas. Es posible que el origen de nuestro personaje se ubique en tan vasto ubigeo. El Occoruro era singular. Gozaba de la confianza de las jefas de hogar, quienes no dudaban que traería consigo, de manera honrada, los pedidos que le hacían con el cambio o vuelto del dinero destinado a las compras encargadas. Gracias a la buena memoria de mi anciana madre, sabemos que el nombre completo de nuestro personaje era Pedro Occoruro Guillen: un hombre pobre pero honrado; de extracción campesina con la dignidad de su alma a flor de labios. Detrás de la modestia de su ser social asomaba la rebeldía frente a la discriminación de la que algunas veces podía ser víctima. Era un bilingüe oral quechua-español, podríamos decir “perfecto”. Reprendía a quienes pronunciaban incorrectamente su apellido paterno. Algunas veces, con un retazo de periódico entre sus manos, solicitaba que le leyeran el contenido de esos signos impresos en el papel. Un día de mi infancia me regaló una tortuga de juguete que algún niño arrojó u olvidó en la calle. El Occoruro falleció, posiblemente, antes de la culminación de los años 60 del pasado siglo. Nada se sabe de sus antepasados familiares o sus descendientes. Fue don Juan Crisóstomo Tapia Aza, destacado zapatero que atendía en su taller de la tercera cuadra de la calle, hoy Jirón, Santiago Giraldo, de la ciudad lacustre, quien, condolido por el desamparo del mandadero, se hizo cargo de sus exequias y los trámites de registro civil y beneficencia para el último adiós de nuestro personaje. La ciudad de Puno, a la sazón tendría una población no mayor de veinte mil habitantes. Aparte de su zona central que tenía dos centros principales como son el Parque Pino ─espacio que, según Emilio Romero, era el lugar preferido por la sociedad puneña─ y la Plaza de Armas. La ciudad contaba con barrios muy definidos como ser: el Barrio Azoguini, el Barrio Independencia, el Barrio Mañazo, el Barrio Huajsapata, el Barrio Bellavista, el Barrio Laykakota, el Barrio Porteño además de otros que recién perfilaban su existencia o se dividieron después para dar existencia a otros barrios. La sociedad puneña, por entonces predominantemente mestiza, había sido foco de inmigrantes mayormente europeos, entre los que sobresalían los italianos, durante la primera mitad del siglo XX. Dentro de la pequeña ciudad lacustre, empero, subsistían rasgos de modo de vida, tradición y hasta la forma peculiar del habla española sin mucha influencia de las lenguas originarias que hoy ya imponen hasta su estructura gramatical en la comunicación popular; rasgos de un habla español acaso perdidos en otras ciudades más grandes como Arequipa o Cusco. Puno, era una ciudad principalmente de servidores públicos, abogados, profesores, escolares y estudiantes primarios y secundarios, clerecía, militares, guardias civiles y algunos médicos además de un pujante estrato de artesanos, obreros ferroviarios y comerciantes y carniceros como los mañazos. En Puno prácticamente no vivían los grandes hacendados, algunos de ellos tenían sí algunos inmuebles que ocupaban esporádicamente. Los comerciantes extranjeros destacaban no solamente por su actividad económica sino también por su contribución a la construcción hotelera y su aporte cultural al establecer los cines. No sería exagerado decir que en sus calles se practicaba todavía el Manual de Carreño. Nuestro recordado Emilio Romero, refiriéndose a los grupos sociales que heredó la república peruana y ─en contra de “una de las grandes falsedades sociológicas del Perú” que afirmaba que la población indígena era la clase que se encontraba al margen de la economía del país ya que supuestamente no era productora ni consumidora─, destacó que la verdadera “clase olvidada”, la que incluso se ubicaba en el extremo de la inopia era la numerosa población de familias criollas descendientes de españoles, y mestizos, que se habían empobrecido probablemente en la época de la decadencia minera del virreinato, medio siglo antes de la Independencia. Esos descendientes, enraizados profundamente en el Perú, lucharon por la independencia y, mediante legiones cívicas, formaron la primera organización nacional. Esta clase, que también tuvo sus raíces en Puno, no mereció (ahora tampoco) ninguna atención en el campo sociológico. Las lápidas añosas de los cementerios más antiguos registran sus nombres; también en los estantes de archivos ignotos tras los velos del olvido. Pedro Occoruro Guillen, mandadero muy conocido en el centro de la ciudad lacustre, fue como su homólogo el Tanqa, testigo de los últimos descendientes de ese grupo que hoy ya no existe, salvo en los registros empolvados por el tiempo aguardando ser descubiertos por la curiosidad intelectual. Ciertamente, la ciudad de Puno ha cambiado. Hoy su sociedad es predominantemente ruralizada, por la inmigración del medio rural y de otras provincias. Ya no hay cargadores ni mandaderos. Solamente la imagen de la labor que nos dejaron, tras los pliegues de la memoria, en nuestras retinas y en nuestros recuerdos. Es la existencia transitoria, perentoria; la porción de un modo de vida social que no se repetirá jamás. NOTA |