La llamada

Christian Reynoso Torres (Puno, 1978)

Junio 2003

A las once en punto de la noche chillón y exasperado timbró el teléfono. El detective Granados, cigarrillo en boca, levantó el auricular y contestó, sereno y desinteresado como era su costumbre.
          Las llamadas a esas horas eran habituales. Por lo común, cargadas de desesperación, paranoia, gritos y socorros. Sin embargo, muchas de ellas, no eran más que primeras e impulsivas reacciones de peleas conyugales, denuncias de personas desaparecidas o pedidos de ayuda. Al decir de Granados, cosas sin importancia que atender, más que con una simple inspección y sin necesidad de desenfundar el revólver de reglamento.
          Muy pocas veces eran llamadas que indicaban asesinatos, intentos de homicidio, suicidios o casos más atractivos que resolver. Granados ansioso por ese tipo de llamadas, nunca imaginó que esa noche, después de contestar el teléfono, todo sería diferente.
          El séptimo piso del edificio Marconi en el cual ubicó su oficina, tenía grandes ventanales que regalaban una panorámica y hermosa vista de Lago Grande: luces de neón salpicadas en la noche y faros de vehículos moviéndose de un lugar a otro; al lado norte, la inmensa Colina del Ancla, escenario de amores furtivos y trágicos.
          Los grandes ventanales abiertos en 45 grados dejaban entrar tímidas brisas de viento que se mezclaban con el envolvente humo de cigarrillo.
          -Servicios de Investigación Privada a sus órdenes -contestó Granados.
          -Amor mío -dijeron al otro lado del auricular.
          -Oh, Marissa eres tú -dejó el cigarrillo en el cenicero y se sentó en el cómodo sillón del escritorio, de espaldas al ventanal-. Dime ¿qué pasa?
          -Esta será mi última llamada -dijo Marissa-. No sabes cuánto lo siento.
          -Pero flaca sabes que tengo trabajo y no podré ir sino hasta mañana.
          -Igual, ya no hará falta.
          -¿Por qué?
          -Sólo desenfunda tu revólver, voltea al ventanal y espera.
          Granados lo hizo sin protestar. Sabía que Marissa era amante de las bromas y él, su conejillo de indias. Le gustaba. Sería por eso que la quería tanto, desde la noche que la conoció en el edificio de enfrente, cuando acudió a resolver un caso de homicidio en un departamento del piso siete. Marissa vivía en el piso seis. Se interrogó a todos los vecinos. Cuando le tocó el turno a ella, al mirarla, fue amor a primera vista. La larga melena azabache y las torneadas piernas lo deslumbraron.
          Durante los interrogatorios y las investigaciones del caso tuvieron que frecuentarse. De tal modo, no faltaron motivos suficientes para que una de tantas noches, de manera extraoficial, la invitara a cenar. Cuando lo hizo, pensó que no había que mezclar el trabajo con la pasión. Más, tal pensamiento quedó archivado en los anaqueles de su oficina después que, sobre una alfombra roja con olor a pólvora, hicieron el amor por primera vez.
          -¿Y ahora qué? -preguntó Granados.
          Presentía que desde el edificio de enfrente Marissa lo veía con unos binoculares. Era probable que ella estuviese siguiendo paso a paso el misterioso juego. Y esa sensación de sentirse espiado le despertaba el demonio de la excitación.
          -Amor -dijo Marissa-. Ahora cierra los ojos.
          Granados obedeció y antes que pudiese volver a abrirlos escuchó la detonación de un disparo. Supo entonces, que en el sexto piso del edificio de enfrente alguien había apretado el gatillo de un revólver.
          A los dos días asistió al entierro de Marissa pensando en la alfombra roja con olor a pólvora y en lo mucho que la había querido.