LA ÚLTIMA VEZ

Darwin Bedoya

A la abuela Panena, arriba, en algún lugar de la inmensidad celeste.

Seguro que estarás cansado, intentando agarrarte de las pocas fuerzas que te quedan. A esta hora seguramente que ya habrás tomado tu acostumbrado trago de alcohol para ahuyentar los males. Y lo más seguro es que ahorita mismo estarás abrigando tu reuma con los mantones que le robaste a la abuela Casilda. Ahora que el cielo es imperfecto y la noche se está haciendo cada vez más oscura; no cabe duda que ya habrás mirado hasta el cansancio la esquina más importante de tu cuarto. Seguro que habrás sonreído mientras se apagaba la candela de tu fogón, y tus ojos no habrán podido soportar el peso del sueño, y estarás dormido, completamente dormido. Cuántas veces estuviste frente a mí así de inofensivo. Cuántas veces se me cruzaron por la mente oscuros pensamientos y sentí ganas de darle alguna alegría a la gente de Tulinto. Fueron muchas veces que, a propósito, llegué bien entrada la tarde hasta la ramada de la Casa Grande, y ahí, en el patio, descargaba la leña que diariamente conseguía en los cerros y en las quebradas, después me asomaba con prisa a la rendija que un día de casualidad descubrí, desde allí te contemplaba. Durante muchas tardes pude verte a través de esa rendija. Por eso sabía todas las cosas que hacías en tu cuarto una vez que trancabas la puerta. Pero lo más interesante era que también sabía en qué lugar del cuarto escondías toda la plata que un día dije: "tarde o temprano todo eso será mío". Porque yo sabía cómo te habías ganado todita es plata. No sé cuántas veces, después de haber descargado la leña, vi la puerta entreabierta y me atreví a entrar hasta donde estabas dormido. Me paraba delante de tu cama escuchando el estruendo de tus ronquidos. Te miraba muy lejano y después de tantos cerros, gritando mi nombre, buscándome con tu látigo chispeante. Te miraba tan serio tan dormido, y era en ese justo momento que recordaba que yo era tu nieto. Entonces salía de tu cuarto, agachado y en silencio, con un palo grueso de guarango entre mis temblorosas manos. Sería en la temporada de escasez de forraje cuando vi a Joselo, el hermano de Tinalia, pasó llorando por la quebrada en la que yo buscaba leña. Me acerqué hasta él para preguntarle el motivo de su incontenible llanto; pero después de haberle hecho varias veces la misma pregunta, la única respuesta que obtenía era más llanto. Luego veía que se alejaba mirando hacia atrás, mirando hacia tras. Y fue en ese momento en el que pude recordar que muy de mañanita había pasado rumbo al río, creo, con varios corderos por delante. Estoy casi seguro de que eran quince, incluidos los maltoncitos. Ahora que Joselo ya debe estar lejos, en ningún momento vi que el perro que llamábamos "Tumbacerros" regresaba detrás de él. Inmediatamente pensé en el abuelo Julián. Enseguida llegó también a mi mente la cara que pondría Tinalia al ver llorando a su hermano y encima, sin un solo cordero. No sé por qué presentí que esa sería la última vez que mi abuelo robaba. Joselo sabía que yo estaba muy interesado en su hermana. Que fueron un montón de veces las que junté un atado de leña para regalárselo a ella. Joselo también sabía que Tinalia me correspondía, por eso me enviaba con él, bien envuelto en un mantel, las cosas ricas que ella cocinaba, especialmente cuando no estaban sus padres. Pero ahora estaba preocupado en la reacción que tomaría Tinalia al comprender que ya no tenían ningún cordero. ¿Qué le dirían a sus padres cuando lleguen de Pampalarga? ¿Cómo iban a sustentar la pérdida de quince corderos, o mejor dicho, de todo el escaso rebaño? Eran esas cosas las que estaba pensando mientras corría por un atajo hasta llegar cansado donde Tinalia, antes que Joselo y su llanto. Conversé rápidamente con ella, le hablé de unos planes que al principio no quiso aceptar. Finalmente, terminó diciendo que sí, que aceptaba la idea que le había dado. Yo creo que nunca debió pasarle esa desgracia a Tinalia. Creo que estos sucesos debieron ocurrir en otro sitio, menos en Tulinto. Estoy convencido de que mi abuelo actuaba así por algún extraño motivo que hasta hoy no he podido averiguar, pero sí estaba convencido que todas esas actitudes obedecían a una venganza de hace muchos años atrás que la abuela Casilda alguna vez me contó a medias. Tal vez por eso ahora la gente en Tulinto había sacado sus propias conclusiones. Debo reconocer que se parecían mucho a las mías. Eran muchos los que decían que ya era hora de ajustarle cuentas a don Julían. Que no era la primera vez que se perdían corderos o toros. Eran más de treinta veces que todo un completo rebaño de corderos desaparecía. Y lo más grave era que en todos los casos las huellas desaparecían justo en Cerro Verde, exactamente donde empezaban los inmensos terrenos de mi abuelo Julián. Esa noche olvidaste trancar nuevamente la puerta; yo llegué muy cansado porque había traído dos tercios de leña, más de lo acostumbrado, y es que al día siguiente no pensaba hacer esa tarea. Tenía otros planes. Ahora estaba delante de ti gastando mis ojos en ver tu rincón especial y mirándote a ti. Tal vez por eso no me di cuenta que algo extraño pasaba: no roncabas como era costumbre. En tu cuarto había mucho silencio y hasta parecía que se podían escuchar tus sueños. Por un momento contemplé la nieve de tu cabello, tus arrugadas manos sosteniendo un sombrero lleno de sudor y agujeros. Miré también tus pies descalzos y gruesos y enormes. Estaba distraído mirándote y no sentí que alguien se acercaba con pasos lentos hasta tu cuarto. Traté de salir antes de que me vea quienquiera que fuese la persona que se estaba acercando; pero ya era muy tarde. Lo único que hice fue sacarme el sombrero y pararme a un costado de la puerta. Enseguida comprendí los pasos lentos, era la abuela Casilda, tu mujer, que traía entre sus manos un mantón. Te miró dormido, te cubrió con el mantón y, antes de abandonar el cuarto, me acarició la frente y las mejillas con sus ásperas manos. Luego se fue sin decir una sola palabra. Fue en ese mismo instante cuando tu fogón se apagó y empezaste a roncar. Entonces salí, junté la puerta y me fui a dormir. Seguramente que para esa fecha yo tendría entre catorce y quince años, por eso es que no podía destrancar el seguro del corral donde tenías los mejores corderos, aquellos que seleccionabas de acuerdo al tamaño y la gordura y, a veces, de acuerdo a la raza. En ese corral no habría más de veinte corderos, era lo mejor que habías escogido, lo mejor que sabías robado. Estaba que sudaba y temblaba cuando vi que se acercaba tu enorme perro chascoso llamado "Cascahuesos". Miró cómo destrancaba el corral, miró cómo te robaba los mejores corderos. Le llamé por su nombre y se recostó a un lado del corral. En otras circunstancias me habría destrozado con sus enormes colmillos, habría guardado una parte de mis restos entre la tierra y cuando el hambre lo hubiese molestado, me habría terminado completamente como pasó con muchos desgraciados que pasaron cerca de Cerro Verde. Por suerte, "Cascahuesos", era mi amigo y no sabía que te estaba regalando, tal vez, el peor de los disgustos para salvar y contentar a Tinalia. Terminé de trasladar los corderos y de borrar las huellas justo cuando don Alejandro, el hombre que era tu brazo derecho, apagó su fogón y terminó de cantar como todas las noches, las mismas canciones, la misma horrible voz que regresaba de la noche y te hacían quedar profundamente dormido. Clarito recuerdo que fue un día domingo que llegamos con Tinalia hasta Cumilán teníamos dieciocho corderos, todos estaban en venta y no tenían el precio que seguramente mi abuelo ya les había puesto. El caso es que nadie nos quiso comprar los animalitos. Decían que cómo era posible que unos niños estén vendiendo tantos y tan buenos corderos; otros decían que era un poco sospechoso y que tal vez eran robados, otros decían simplemente que no tenían plata. Entonces tuve que inventar una historia triste, muy sentimental. Por eso es que ya cuando la tarde se hacía oscura encontramos un cliente que sí aceptó hacer el negocio, inmediatamente fuimos con Tinalia a traer los animalitos del sitio donde lo habíamos dejado guardados, porque no íbamos a estar de aquí para allá con los corderitos y todo el mundo mirando, ah, eso sí, llevamos el más grande como muestra. Finalmente, teniendo la plata en nuestro poder, nos fuimos a un sitio especial del pueblo para hacer algunas compras que estaban dentro de nuestros planes. Yo estaba emocionado de estar tan cerca de Tinalia y ella estaba muy agradecida conmigo. Nunca olvidaré que esa noche dormimos bien calientitos. Al día siguiente, muy temprano, contamos una y otra vez toda la plata. Jamás habíamos tenido en nuestro poder tanta plata. Creo que nos asustamos un poco, sobre todo yo, pues ya estaba mirando la cara de mi abuelo y especialmente la de don Alejandro seguro que a esta hora don Alejandro estaba en el corral, delante de mi abuelo, jurándole encontrar al ladrón, jurándole buscarlo, encontrarlo aunque sea en el último rincón del mundo. A nuestro regreso, cuando llegamos a La Peña de las Águilas, el lugar más alto de la zona, me sorprendí al ver desde allí una inmensa humareda, era una columna oscura muy alta que justo se elevaba desde Cerro Verde, y para ser más exactos, esa mañana juré que el humo salía de la Casa Grande. Bajamos la ladera a toda prisa. Y hasta nos olvidamos de todo lo conversado en el camino: lo que yo le diría al abuelo y lo que Tinalia les diría a sus padres. Es decir, lo olvidamos absolutamente todo. Una vez que llegamos a la pampa de los caminos partidos. Tinalia tomó el camino que la llevaría a su casa y yo seguí por el camino más ancho y mejor arreglado que conducía a Cerro Verde. La Casa Grande estaba allá arriba. Subí pensando mil cosas y con el humo enredándose en mi cara. Nadie andaba por esos lugares y eso empezó a causarme un cierto temor. Continué subiendo y en ese afán sólo escuchaba el zumbar de cosas que se quemaban. Había un olor a quemado por todos lados. Lo primero que hice fue acercarme el cuarto de mis padres, todo estaba negro, carbonizado, salía humo, grandes cantidades de humo. Los techos habían desaparecido igual que las puertas y ventanas; lo único que quedaba eran algunas paredes chamuscadas. Entonces pensé en el abuelo, en su cuarto que estaba en la parte más elevada de Cerro Verde. Hasta ese momento no sé si mis ojos estaban mojados por el llanto o por la espesura del humo. Tampoco sentía que las brasas me estaban achicharrando los pies. Llegué al cuarto del abuelo y todo era lo mismo: sólo paredes derruidas, chamuscadas. Cuando mis piernas me abandonaron, caí. Creo que estuve llorando una eternidad. Comencé a esparcir las cenizas, estaba derramando cenizas por todos lados, y entre esas cenizas confundidas con tierra logré hallar, sin proponérmelo, el enorme collar que un día antes vi que brillaba en el cuello grave de "Cascahuesos". Creo que después de llorar frente al cuarto donde viví con mis padres, quedé dormido. En Tulinto también había humo y fiesta. Dicen que todo el día y la noche la gente del pueblo estuvo reconociendo sus corderos, sus toros. Dicen que sobró muchas cabezas de ganado. Que no tenían dueño. En ese grupo seguramente estaba el ganado de otros lugares, los que sí le pertenecían a mi abuelo y los que habían logrado reproducirse en Cerro Verde. Dicen que los tulinteños habían traído presos a los hijos y hermanos del abuelo. Dicen que la carne de gente no se quema rápido. Lo último que recuerdo es que me dijeron que a los que ya agonizaban les preguntaban por el abuelo. Querían saber dónde estaba el culpable. Tú estabas muy lejos de allí, demasiado lejos. Habías corrido toda la noche y todo un día en tu caballo. Habías llegado al cuartel de San Jerónimo y allí convenciste al Capitán Jiménez de ir a Tulinto, y él te creyó que todo el pueblo te había robado, que te tenían envidia, que los estabas denunciando porque habían secuestrado a tu mujer, a tus hermanos y a tus hijos. Además, creo que lo que más convenció al Capitán Jiménez fue cuando le dijiste de que si no iba con una buena cantidad de soldados y castigaba a los tulinteños, ya no le proporcionarías carne para su regimiento, que ya no le venderías carne fresca y barata. Creo que eran los cuartos de maíz y de trigo que no terminaban de quemarse, porque tres días después cuando yo aguardaba a Tinalia debajo de las sombras de unas chilcas, pude ver una columna de humo que persistía en el horizonte, allá en Cerro Verde. Desde temprano estaba esperando a Tinalia y fue en ese justo momento cuando un par de pirunchos peleaban en las ramas de un guarango, volví la mirada para reírme de esos pájaros y por encima de los guarangos más altos divisé una polvareda, me entraron las dudas y levantándome corrí hasta La Peña de las Águilas, no logré subir muy arriba, casi desde unos treinta metros de altura pude ver claramente que una tropa de casi un centenar de soldados venía rumbo a Tulinto. Ahora han pasado más de diez años desde aquel día en que tú mirabas desde La Peña de las Águilas cómo moría la gente y cómo se llevaban muchos presos. Algunos nunca más salieron con vida de esas prisiones que tú nunca conociste; otros salieron enfermos y acabados y lo peor era que no sabían a dónde ir, ya no estaban sus mujeres en el pueblo, y si algunos lograban encontrarlas, estaban con otros maridos y tenían otros hijos. Tú no debes saber que Tinalia tiene tres hijos y que ninguno de ellos es mío. Ahora me están doliendo fuertemente tus canas porque todo este tiempo he vivido ayudando a la única que logró escapar de las torturas de aquella vez en Tulinto. Todo este tiempo yo he acompañado a la vieja tristeza de la abuela. Todo este tiempo yo y la abuela Casilda hemos mendigado, apenas nos ha alcanzado para comer el poco dinero que gano vendiendo leña. Mientras que tú has estado viviendo solito en Cerro Verde. No sé exactamente de qué estarás viviendo. Parece que no te alimentas de nada. A tus más de setenta años de edad, apostaría a que no pesas más de cuarenta kilos. Recuerdo que a pesar de todos los pesares, hubo muchos mediodías en que la abuela me enviaba bien envuelto en un mantel algo de comida para ti. Puego recordar claramente que nunca llegué hasta Cerro Verde con ninguna comida y tú debes sospechar dónde dejaba esas comidas. He oído por ahí que la gente dice cómo es posible que vivas sin comer durante semanas enteras. Y hasta yo me he hecho la misma pregunta. La última vez que te vi realmente dudé que fueras tú, pero luego te pude reconocer: la misma voz, el mismo porte y los mismos gritos dirigidos hacia mí. Sin embargo ese cuerpo no es de ti. No recuerdo la fecha en que te vi como un fantasma. Tal vez fue la noche que por tercera vez olvidaste la puerta de cuarto entreabierta. Ahora recuerdo con mayor claridad, porque me dije que esa sería la última vez que te vería dormir. Cuando descargaba la leña, todavía desde el patio pude oír una especie de voces. Cuidadosamente dejé la leña para ver con quién conversabas. Y al mirar por entre la misma rendija pude comprobar que estabas sólo y dormido. Entonces lo comprendí todo. Llegué hasta tu presencia dormida. Había un muy grande silencio en todo tu cuarto, y ahora sí se podía escuchar todo lo que estabas soñando. Tu cuerpo ha perdido aquel vigor de antaño. Ya no eres tú, parece que en tu cuerpo ya no vive aquel que dobló mi camino. Pesas como veinte kilos, y eso lo puedo comprobar ahora que te estoy cargando en mis espaldas. Justo frente a este río estoy recordando a Tinalia y sin querer, a sus hijos que no se parecen a mí. Ahora que estamos empezando a cruzar el río que separa los linderos de tu tierra y la de Tulinto, recuerdo que tú hiciste sufrir mucho a mis padres, recuerdo que fueron un montón de veces que maltrataste delante de mí a la abuela Casilda y que yo no debí decir nada. Recuerdo también que mis padres me dijeron que don Alejandro intentó matarte muchas veces porque tú lo tratabas como a un maldito esclavo y que si yo trabajaba para ti, era para cuidar tus espaldas; tus espaldas que nunca cuidé. Recuerdo que la abuela Casilda me narró que cuando don Alejandro te avisó que mucha gente venía con candelas de Tulinto y tú escapaste, él te pidió harto dinero y no tuviste más opción que dárselo para que se fuera por una ruta opuesta a la tuya. Recuerdo que la última vez que regresó don Alejandro, tú no le quisiste dar más dinero y por eso te dejó casi ciego. Ahora que la corriente del río está más fuerte y que tú estarás pensando que ya estamos llegando a la otra orilla, se me han venido a la memoria un montón más de recuerdos, especialmente de las veces que estuve mirándote en tu cuarto, especialmente recuerdo en qué esquina de tu cuarto tienes enterrado la plata. El agua está helada y la corriente es cada vez más fuerte. Recuerdo que tú me cargabas, cuando yo era pequeño, para atravesar este mismo río. Ahora parece que no pesas casi nada. Estoy llegando, finalmente, a la otra orilla del río donde está sentada la abuela Casilda con varios atados de plata a su costado. Cuando logro salir del río siento que tus recuerdos ya no pesan nada. Siento que la abuela Casilda me jala del brazo izquierdo y se despide de mí, mientras veo mojarse tu nombre por última vez, mientras alguien grita ¡Benjamín! ¡Benjamín!. No sé si el tiempo y tú sean una misma cosa, tampoco sé por qué se escuchará tu voz hasta aquí. Por qué me estarás llamando, tal vez estés cansado, intentando agarrarte de las pocas fuerzas que te quedan.