LA COMARCA DE LAS ALASITAS

Luis Pacho

Se deslumbró ante el paisaje que, aunque enclavado en los andes peruanos del sur, parecía estar en algún lugar de los Alpes suizos. Desde el aeropuerto de Ventilla es una ciudad de calles angostas, casas con techos de paja o calamina o, de ladrillo, cemento y fierro -en su mayoría-, que atraía a cientos de turistas cada año. Y como en
todo país latinoamericano el medio de transporte más popular son las combis niponas o coreanas, que despiden más hollín que comunicación con señales de humo de los originarios Cheyenes o Siuox. Pero agradeció al chofer de estas unidades móviles con
ese clásico thank you mister, pese al español regular que había aprendido.
Ingresa por la bocacalle de la Avenida Floral junto a otros crudos como los conocen por acá. La avenida Floral es un mercado improvisado que por la tarde luce hacinada de compradores. Algunos vuelven con las manos llenas, otros, como él, caminan como si buscaran algo que no encuentran y, otros se detienen a preguntar por los precios de
los productos que se exhiben. Un mendigo le alcanza la mano, él no piensa en dar limosna, pero no olvida la recomendación del guía: estar atento a cuanto ojo se pose en él. Mira con cierta desconfianza y presiona su videograbadora y su cámara fotográfica con teleobjetivo de alta resolución. En ese mar de gentes destaca su figura
espigada y su rostro albo y se pregunta por qué tuvo que venir a estas tierras frígidas y lejanas cuyos habitantes recién parecieran despejarse de su cáscara indígena. Por algún altoparlante escucha voces que lo llaman, palabras ininteligibles que le hablan algo acerca de la buena suerte. Charles piensa que algo de eso busca también. Piensa que tal vez en la superstición de estos pueblitos hallará el refugio, el desquite a
sus problemas o la tierra prometida de sus sueños.
Quizás alguna fuerza natural lo trajo hasta aquí, pero todo indica que no es así. Desde hace dos décadas la universidad ha decidido sorber la savia vital en los tuétanos de América latina, el África meridional o algún rincón inexplorado del Asia continental. Él decidió por el sur de América cuando se enteró por un informe The New York Times
que en los primeros días de mayo, esta tierra denominada Capital Folklórica del Perú, vivía el clímax de un acontecimiento importante en el calendario turístico: la feria de las miniaturas o las Alasitas.
Y efectivamente le sorprende toda esa cantidad de miniaturas que ve, pero no olvida la razón por la que vino realmente: el iqiqu y el yatiri. ¿Eran reales estos personajes que el diario puso como emblemáticas figuras en la portada? ¿qué extraña conexión había entre ellos, y sobre todo, cuál era la importancia de su presencia en la cultura
andina? Sólo sabe que el yatiri es el puente hacia una sabiduría que ellos desconocen y sobre el cual se ocupa su tesis de grado, la otra sabiduría según los estudios culturales. Mientras observa todo ese conjunto de vajillas de arcilla piensa que quizás hubiera sido mejor abordar otros temas todavía inexplorados, como el caso de Mark Cox quien oteó la emergencia de una literatura andina, que él denominó, de la violencia, producto de la guerra interna que vivió este país tercermundista.
Supo de su excelente calificación por el portal de la University of Pittsburgh, donde se graduó, y que luego unos incaicos gringómanos residentes en Columbia lo colgaron en la culturosa Web de Ciberayllu.
Pero ahora que el frío invernal empieza a caer como una sombra sobre la ciudad, nada de lo que lo trajo le recuerda esta tierra de dioses, apus y huamanis. Agotado por el poco oxígeno, vuelve al hotel que lo cobija. Pasa la noche y despierta al día siguiente con un sol tibio que se filtra por la ventana. A las diez de la mañana está nuevamente en esa avenida del día anterior. Se sorprende que luzca poblado de viandantes
preocupados en la compra de objetos en miniatura que van desde chalet's, autos modernos, computadoras MAC, víveres, herramientas de trabajo, materiales de escritorio, hasta pasaportes, diplomas y títulos de grado. Luego se dirigen hacia una pequeña capilla donde un Cristo escuálido lloriquea ante una ola de feligreses, exponen su compra a cierto humo de olor agradable que brota de un sahumerio y se van con dirección desconocida, pero con los rostros que expresan alegría. Oye algo así como los deseos se cumplen si tienes fe, mucha fe.
Esta vez observa con más cuidado las miniaturas. Casi todo es miniatura, se diría que aquí quepa perfectamente Blanca Nieves y los siete enanitos o la Alicia en este país de maravillas pobres. Se sorprende al ver un diminuto VMV similar al que vio en la XV Exposición anual de autos de San Francisco. En un cruce de la Avenida el Sol encuentra a alguien que le interroga sobre lo que busca, dice algo y entiende que al fin encuentra la respuesta a sus preguntas y se deja llevar hacia una carpa saturada de extraños olores y brebajes. Sentado cerca de una mesita donde reluce unas hojas de coca, un vejete de aspecto sencillo lo recibe en olor a alcohol y trajeado con
indumentaria autóctona. Le estrecha la mano y, mientras se acomoda la bola de coca en la boca, le habla algo acerca de una cultura ancestral, de la pachamama y de haber sido tocado por un rayo, signo de la sabiduría divina. Charles no entendió mucho, pero se extraña por el parecido que encuentra con los brujos de las casi inexistentes tribus norteamericanas. Hace tiempo que los problemas con Samanta no marchan viento en popa y, ahora, este yatiri le dice que puede ayudarlo a cambio de unos dólares. Esta última promesa no hace sino confirmar su hipótesis: los habitantes de este pueblo lacustre viven en un estado cultural subdesarrollado, y que su filosofía transita la inicial etapa del animismo. Algo decepcionado considera la posibilidad de internarse en la amazonía peruana donde ciertos nativos Campas reducen las cabezas de quienes osan tocar sus fronteras sin permiso. Con la información necesaria, compraría esos hermosos "trabajos de arte" y los vendería como amuletos o souvenir's en alguna calle de cualquier ciudad de los Estados Unidos.
Luego de una semana de estadía, de continuas conversas, pagos a la tierra, fotos, sesiones y promesas de un pronto retorno, vuelve a su país de origen. En pleno vuelo a la altura de México, intenta olvidar lo que vio, lo que no vio y las cosas que trajo de este pueblito serrano. Es su segunda oportunidad pero cavila en cómo era posible que un aplicado estudiante hubiera desaprobado su tesis doctoral. Pero ¿realmente pensaba como un habitante del primer mundo o se dejaba llevar por esa epidermis sentimental de yanqui enternecido con las costumbres, fiestas e incluso, su problemática? ¿o tal vez en algún recóndito lugar de sus genes bullía sangre apache
o powni que lo ligaba en forma natural a los indígenas de estos lugares? En realidad no entiende muchas cosas. Abre su bolsa, saca una coca cola de las tres que lleva, junto a ellas un iqiqu arropado de alimentos y otros enseres, esboza una sonrisa irónica, casi macabra según le parece. Más adentro un título pequeño luce su nombre con elegantes letras góticas que lee en silencio: Harvard of Univérsity, Charles Goopalen, Doctor en interculturalidad. Vuelve a leerlo y una feliz sonrisa se dibuja en su rostro.