LAS NUBES

Paulo Vilca (Puno, 1974)

Mi obsesión por las nubes empezó el día en que me dejaste.

Las descubrí cuando, buscando la soledad, me refugié en el techo de mi casa. Desde allí, las miraba horas de horas, hasta que, acostumbrado a ellas me dedicaría, poco tiempo después, a subir los cerros para tenerlas más cerca.

A partir de ese momento, empecé a odiar los días despejados. Fue por eso que pinté en el techo de la habitación un paisaje que mostraba el cielo lleno de nubes. Después vendrían las paredes y a los pocos días, el piso. Irremediablemente la cama, el escritorio, el sillón, el librero y los demás enseres corrieron la misma suerte.

Coleccioné todo lo que pude sobre nubes, y empecé a "decorar" toda la casa con fotografías de éstas. Por ejemplo, pegué nubes de algodón a ambos lados de las puertas, mientras que las hermosas flores del jardín dieron paso a sembríos de una variedad de esta planta, idónea para formar copos convincentes. Cada mañana, al abrir los ojos, me encontraba con mis nubes; salía de la habitación y ahí estaban: más, cada día muchas más.

Al salir a las calles, lo hacía con una vestimenta estampada de decenas de nubes de todos los tipos, y aunque al principio todos me evitaban, con el tiempo empezaron a sonreírme amistosamente, mientras los niños se me acercaban alegres porque sabían que les entregaría unas nubecitas de tecnoforte que podrían hacer volar como cometas.

Algunos meses después empecé a quedarme callado. Me las pasaba recorriendo la casa en silencio, arreglando o cambiando de posición las nubes, y no hacía caso de nada que no fuera eso. Mis padres ya no me hablaban, o mejor dicho, dejaron de hacerlo el día en que supieron que no los escuchaba.

Nubes, nubes, nubes; hasta que me trajeron al refugio.

Entonces, reapareciste. Estabas vestida con un traje negro, color que detestabas, y tu rostro surcado por lágrimas, esas lágrimas que nunca obsequiaste al tiempo en que estuvimos juntos. Dijiste que te perdonara, que nunca pensaste que yo... que tú... que siempre me habías amado, pero al mismo tiempo no soportabas la forma de mis sueños. Sollozaste mucho esa tarde reclamando mi retorno.

Te juro que entendí todo, que también me puse triste. Pero ya ves, no puedo volver contigo. Tendría que dejar la placidez de este refugio, frío y oscuro, pero mío. Tendría que volver a mirar las nubes, amarte nuevamente... y ello ya no es posible ahora porque no deseo morirme ni tampoco ser enterrado otra vez.