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Clifort Geertz (USA, 1926), es profesor en la universidad de Princeton.
Sus publicaciones constituyen un gran aporte a la antropología
cultural. Sus investigaciones de campo, realizadas sobre la base de
la interpretación de los símbolos, abordan temas que van
desde la agricultura y la ecología hasta la política,
el nacionalismoy la religión. Uno de sus trabajos más
valiosos es "la interpretación de las culturas"
(1989), del cual se presenta algunas páginas.
EL IMPACTO DEL CONCEPTO DE CULTURA EN EL CONCEPTO DEL HOMBRE (*)
I
Hacia el final de su reciente estudio de las ideas empleadas por pueblos
tribuales, La Pensée Sauvage, el antropólogo francés
Lévi-Strauss observa que la explicación científica
no consiste, como tendemos a imaginar, en la reducción de lo
complejo a lo simple. Antes bien consiste, dice el autor, en sustituir
por una complejidad más inteligible una complejidad que lo es
menos. En el caso del estudio del hombre puede uno ir aún más
lejos, según creo, y aducir que la explicación a menudo
consiste en sustituir cuadros simples por cuadros complejos, procurando
conservar de alguna manera la claridad persuasiva que presentaban los
cuadros simples.
Supongo que la elegancia continúa siendo un ideal científico
general; pero en ciencias sociales muy a menudo se dan desarrollos verdaderamente
creativos apartándose de ese ideal. El avance científico
comúnmente consiste en una progresiva complicación de
lo que antes parecía una serie hermosamente simple de ideas,
pero que ahora parece intolerablemente simplista. Una vez producida
esta especie de desencanto, la inteligibilidad y, por lo tanto, la fuerza
explicativa reposan en la posibilidad de sustituir por lo abarcado pero
comprensible lo abarcado pero incomprensible a que se refiere Lévi-Strauss.
Whitehead ofreció una vez la siguiente máxima a las ciencias
naturales: "Busca la simplicidad y desconfía de ella";
a las ciencias sociales podría haberles dicho: "Busca la
complejidad y ordénala".
Ciertamente el estudio de la cultura se ha desarrollado como si se hubiera
seguido esta máxima. El nacimiento de un concepto científico
de cultura equivalía a la demolición (o, por lo menos,
estaba relacionado con ésta) de la concepción de la naturaleza
humana que dominaba durante la Ilustración -una concepción
que, dígase lo que se dijere en favor o en contra de ella, era
clara y simple- y a su reemplazo por una visión no sólo
más complicada sino enormemente menos clara. El intento de clarificarla,
de reconstruir una explicación inteligible de lo que el hombre
es, acompañó desde entonces todo el pensamiento científico
sobre la cultura. Habiendo buscado la complejidad y habiéndola
encontrado en una escala mayor de lo que jamás se habían
imaginado, los antropólogos se vieron empeñados en un
tortuoso esfuerzo para ordenarla. Y el fin de este proceso no está
todavía a la vista.
La Ilustración concebía desde luego al hombre en su unidad
con la naturaleza con la cual compartía la general uniformidad
de composición que habían descubierto las ciencias naturales
bajo la presión de Bacon y la guía de Newton. Según
esto, la naturaleza humana está tan regularmente organizada,
es tan invariable y tan maravillosamente simple como el universo de
Newton. Quizás algunas de sus leyes sean diferentes, pero hay
leyes; quizás algo de su carácter inmutable quede oscurecido
por los aderezos de modas locales, pero la naturaleza humana es
inmutable.
Una cita que hace Lovejoy (cuyo magistral análisis estoy siguiendo
aquí) de un historiador de la ilustración, Mascou, expone
la posición general con esa útil llaneza que a menudo
encontramos en un escritor menor:
"El marco escénico [en diferentes tiempos y lugares] ciertamente
cambia y los actores cambian sus vestimentas y su apariencia; pero sus
movimientos internos surgen de los mismos deseos y pasiones de los hombres
y producen sus efectos en las vicisitudes de los reinos y los pueblos".(1)
Ahora bien, no cabe menospreciar esta concepción, ni tampoco
puede decirse, del concepto a pesar de mi referencia a su "demolición",
que haya desaparecido completamente del pensamiento antropológico
contemporáneo. La idea de que los hombres son hombre en cualquier
guisa y contra cualquier telón de fondo no ha sido reemplazada
por la de "otras costumbres, otras bestias".
Sin embargo, por bien construido que estuviera el concepto iluminista
de la naturaleza humana, tenía algunas implicaciones mucho menos
aceptables, la principal de las cuales era, para citar esta vez al propio
Lovejoy, la de que "todo aquello cuya inteligibilidad, verificabilidad
o afirmación real esté limitada a hombres de una edad
especial, de una raza especial, de un determinado temperamento, tradición
o condición carece de verdad o valor o, en todo caso, no tiene
importancia para un hombre razonable".(2) La enorme variedad
de diferencias que presentan los hombres en cuanto a creencias y valores,
costumbres e instituciones, según los tiempos y lugares, no tiene
significación alguna para definir su naturaleza. Se trata de
meros aditamentos y hasta de deformaciones que recubren y oscurecen
lo que es realmente humano -lo constante, lo general, lo universal-
en el hombre.
Y así, en un pasaje hoy muy conocido, el doctor Johnson consideraba
que el genio de Shakespeare consistía en el hecho de que "sus
personajes no están modificados por las costumbres de determinados
lugares y no practicadas por el resto del mundo, o por las peculiaridades
de estudios o profesiones que pueden influir sólo en un pequeño
número, o por los accidentes de transitorias modas u opiniones".(3)
Y Racine consideraba el éxito de sus obras de temas clásicos
como prueba de que "el gusto de París... coincide con el
de los atenienses; mis espectadores se conmovían por las mismas
cosas que en otros tiempos arrancaban lágrimas a los ojos de
las clases más cultivadas de Grecia".(4)
Lo malo de este género de opinión, independientemente
del hecho de que suena algún tanto cómica procediendo
de alguien tan profundamente inglés como Johnson o tan profundamente
francés como Racine, está en que la imagen de una naturaleza
humana constante e independiente del tiempo, del lugar y de las circunstancias,
de los estudios y de las profesiones, de las modas pasajeras y de las
opiniones transitorias, puede ser una ilusión, en el hecho de
que lo que el hombre es puede estar entretejido con el lugar de donde
es y con lo que él cree que es de una manera inseparable. Precisamente
considerar semejante posibilidad fue lo que condujo al nacimiento del
concepto de cultura y al ocaso de la concepción del hombre como
ser uniforme. Cualesquiera que sean las cosas que afirme la moderna
antropología -y parece que en un momento u otro afirmó
casi todas las cosas posibles-, hoy es firme la convicción de
que hombres no modificados por las costumbres de determinados lugares
en realidad no existen, que nunca existieron y, lo que es más
importante, que no podrían existir por la naturaleza misma del
caso. No hay, no puede haber un escenario donde podamos vislumbrar a
los actores de Mascou como "personas reales" que pasean por
las calles haraganeando, desentendidas de sus profesiones y exhibiendo
con ingenuo candor sus espontáneos deseos y pasiones. Estos actores
podrán cambiar sus papeles, sus estilos de representación
y los dramas en que trabajan; pero -como el propio Shakespeare desde
luego lo observó- están siempre actuando.
Esta circunstancia hace extraordinariamente difícil trazar una
línea entre lo que es natural, universal y constante en el hombre
y lo que es convencional, local y variable. En realidad, sugiere que
trazar semejante línea es falsear la situación humana
o por lo menos representarla seriamente mal.
Consideremos el trance de los naturales de Bali. Esos hombres caen en
estados extremadamente disociados en los que cumplen toda clase de actividades
espectaculares -clavan los dientes en las cabezas de los pollos vivos
para arrancarlas, se hieren con dagas, se lanzan a violentos movimientos,
profieren extraños gritos, realizan milagrosas hazañas
de equilibrio, imitan el acto sexual, comen heces- y lo hacen con tanta
facilidad y de forma tan repentina como nosotros caemos en el sueño.
Esos estados de rapto son una parte central de toda ceremonia. En algunos
casos, cincuenta o sesenta personas caen una tras otra ("cual una
hilera de petardos que van estallando", como hubo de decirlo un
observador), y salen del trance a los cinco minutos o varias horas después
sin tener la menor idea de lo que han estado haciendo y convencidas,
a pesar de la amnesia, de que han tenido la experiencia más extraordinaria
y más profundamente satisfactoria. ¿Qué conclusión
puede uno sacar sobre la naturaleza humana a partir de esta clase de
cosas y de los millares de cosas igualmente peculiares que los antropólogos
descubren, investigan y describen? ¿Que los naturales de Bali
son seres peculiares, marcianos de los Mares del Sur? ¿Que son
lo mismo que nosotros en el fondo pero con ciertas costumbres peculiares,
aunque realmente incidentales, que nosotros no tenemos? ¿Que
tienen dotes innatas o que instintivamente se ven impulsados en ciertas
direcciones antes que en otras? ¿O que la naturaleza humana no
existe y que los hombres son pura y simplemente lo que su cultura los
hace?
Con interpretaciones como éstas, todas insatisfactorias, la antropología
intentó orientarse hacia un concepto más viable del hombre,
un concepto en el que la cultura y la variedad de la cultura se tuvieran
en cuenta en lugar de ser consideradas como caprichos y prejuicios,
y al mismo tiempo un concepto en el que sin embargo no quedara convertida
en una frase vacía "la unidad básica de la humanidad",
el principio rector de todo el campo. Dar el gigantesco paso de apartarse
de la concepción de la naturaleza humana unitaria significa,
en lo que se refiere al estudio del hombre, abandonar el Edén.
Sostener la idea de que la diversidad de las costumbres a través
de los tiempos y en diferentes lugares no es una mera cuestión
de aspecto y apariencia, de escenario y de máscaras de comedia,
es sostener también la idea de que la humanidad es variada en
su esencia como lo es en sus expresiones. Y con semejante reflexión
se aflojan algunas amarras filosóficas bien apretadas y comienza
una desasosegada deriva en aguas peligrosas.
Peligrosas porque si uno descarta la idea de que el Hombre con "H"
mayúscula ha de buscarse detrás o más allá
o debajo de sus costumbres y se la reemplaza por la idea de que el hombre,
con minúscula, ha de buscarse "en" ellas, corre uno
el peligro de perder al hombre enteramente de vista. O bien se disuelve
sin dejar residuo alguno en su tiempo y lugar, criatura cautiva de su
época, o bien se convierte en un soldado alistado en un vasto
ejército tolstoiano inmerso en uno u otro de los terribles determinismos
históricos que nos han acosado desde Hegel en adelante. En las
ciencias sociales estuvieron presentes y hasta cierto punto aún
lo están estas dos aberraciones: una marchando bajo la bandera
del relativismo cultural, la otra bajo la bandera de la evolución
cultural. Pero también hubo, y más comúnmente,
intentos para evitar aquellas dos posiciones buscando en las estructuras
mismas de la cultura los elementos que definen una existencia humana
que, si bien no son constantes en su expresión, son sin embargo
distintivos por su carácter.
II
Los intentos para situar al hombre atendiendo a sus costumbres asumieron
varias direcciones y adoptaron diversas tácticas; pero todos
ellos, o virtualmente todos, se ajustaron a una sola estrategia intelectual
general, lo que llamaré la concepción "estratigráfica"
de las relaciones entre los factores biológicos, psicológicos,
sociales y culturales de la vida humana. Según esta concepción,
el hombre es un compuesto en varios "niveles", cada uno de
los cuales se superpone a los que están debajo y sustenta a los
que están arriba. Cuando analiza uno al hombre quita capa tras
capa y cada capa como tal es completa e irreductible en sí misma;
al quitarla revela otra capa de diferente clase que está por
debajo. Si se quitan las abigarradas formas de la cultura se encuentra
uno las regularidades funcionales y estructurales de la organización
social. Si se quitan éstas, halla uno los factores psicológicos
subyacentes -"las necesidades básicas" o lo que fuere-
que les prestan su apoyo y las hacen posibles. Si se quitan los factores
psicológicos encuentra uno los fundamentos biológicos
-anatómicos, fisiológicos, neurológicos- de todo
el edificio de la vida humana.
El atractivo de este tipo de conceptualización, independientemente
del hecho de que garantizaba la independencia y soberanía de
las disciplinas académicas establecidas, estribaba en que parecía
hacer posible resolverlo todo. No había que afirmar que la cultura
del hombre lo era todo para él a fin de pretender que constituía,
ello no obstante, un componente esencial e irreductible y hasta supremo
de la naturaleza humana. Los hechos culturales podían interpretarse
a la luz de un fondo de hechos no culturales sin disolverlos en ese
fondo ni disolver el fondo en los hechos mismos. El hombre era un animal
jerárquicamente estratificado. Una especie de depósito
evolutivo en cuya definición cada nivel -orgánico, psicológico,
social y cultural- tenía asignado un lugar indiscutible. Para
ver lo que realmente el hombre era, debíamos superponer conclusiones
de las diversas ciencias pertinentes -antropología, sociología,
psicología, biología- unas sobre otras como los varios
dibujos de un paño moiré; y una vez hecho esto,
la importancia capital del nivel cultural (el único distintivo
del hombre) se pondría naturalmente de manifiesto y nos diría
con su propio derecho lo que realmente era el hombre. La imagen del
hombre propia del siglo XVIII que lo veía como un puro razonador
cuando se lo despojaba de sus costumbres culturales, fue sustituida
a fines del siglo XIX y principios del siglo XX por la imagen del hombre
visto como el animal transfigurado que se manifestaba en sus costumbres.
En el plano de la investigación concreta y del análisis
específico, esta gran estrategia se dedicó primero a buscar
en la cultura principios universales y uniformidades empíricas
que, frente a la diversidad de las costumbres en todo el mundo y en
distintas épocas, pudieran encontrarse en todas partes y aproximadamente
en la misma forma, y, segundo, hizo el esfuerzo de relacionar tales
principios universales, una vez encontrados, con las constantes establecidas
de la biología humana, de la psicología y de la organización
social. Si podían aislarse algunas costumbres del catálogo
de la cultura mundial y considerarse comunes a todas las variantes locales
de la cultura y si éstas podían conectarse de una manera
determinada con ciertos puntos de referencia invariables en los niveles
subculturales, entonces podría hacerse algún progreso
en el sentido de especificar qué rasgos culturales son esenciales
a la existencia humana y cuáles son meramente adventicios, periféricos
u ornamentales. De esta manera, la antropología podría
determinar las dimensiones culturales en un concepto del hombre en conformidad
con las dimensiones suministradas de análoga manera por la biología,
la psicología o la sociología.
En esencia, ésta de ninguna manera es una idea nueva. El concepto
de un consensus gentium (consenso de toda la humanidad) -la noción
de que hay cosas sobre las cuales todos los hombres convendrán
en que son correctas, reales, justas o atractivas y que esas cosas son
por lo tanto, en efecto, correctas, reales, justas o atractivas- estaba
ya en la Ilustración y probablemente estuviera presente en una
forma u otra en todas las edades y en todos los climas. Trátase
de una de esas ideas que se le ocurren a casi todo el mundo tarde o
temprano. Pero en antropología moderna su desarrollo -que comenzó
con la elaboración que hizo G.P. Murdock de una serie de "comunes
denominadores de la cultura" durante la segunda guerra mundial
y después de ella- agregó algo nuevo. Agregó la
noción de que (para citar a Clyde Kluckhohn, quizás el
más convincente de los teóricos del consensus gentium)
"algunos aspectos de la cultura asumen sus formas específicas
sólo como resultado de accidentes históricos; otros son
modelados por fuerzas que propiamente pueden llamarse universales".(5)
De esta manera, la vida cultural del hombre está dividida en
dos: una parte es, como las vestiduras de los actores de Mascou, independiente
de los "movimientos internos" newtonianos de los hombres;
la otra parte es una emanación de esos movimientos mismos. La
cuestión que aquí se plantea es: ¿puede realmente
sostenerse este edificio situado a mitad de camino entre el siglo XVIII
y el siglo XX?
Que se sostenga o no depende de que pueda establecerse y afirmarse el
dualismo entre aspectos empíricamente universales de cultura,
que tienen sus raíces en realidades subculturales, y aspectos
empíricamente variables que no presentan tales raíces.
Y esto a su vez exige: 1) que los principios universales propuestos
sean sustanciales y no categorías vacías; 2) que estén
específicamente fundados en procesos biológicos, psicológicos
o sociológicos y no vagamente asociados con "realidades
subyacentes", y 3) que puedan ser defendidos convincentemente como
elementos centrales en una definición de humanidad en comparación
con la cual las mucho más numerosas particularidades culturales
sean claramente de importancia secundaria. En estos tres puntos me parece
que el enfoque del consensus gentium fracasa; en lugar de dirigirse
a los elementos esenciales de la situación humana se aparta de
ellos.
La razón por la cual no satisface la primera de estas exigencias
-la de que los principios universales propuestos sean sustanciales y
no categorías vacías o casi vacías- es la de que
no puede hacerlo. Hay un conflicto lógico entre afirmar, por
ejemplo, que "religión", "matrimonio", o
"propiedad" son principios universales empíricos y
darles un contenido específico pues, decir que son universales
empíricos equivale a decir que tienen el mismo contenido y decir
que tienen el mismo contenido implica ir contra el hecho innegable de
que no lo tienen. Si uno define la religión de una manera general
e indeterminada -por ejemplo, como la orientación fundamental
del hombre frente a la realidad- entonces no puede al mismo tiempo asignar
a esa orientación un contenido en alto grado circunstanciado,
pues evidentemente lo que compone la orientación fundamental
frente a la realidad en los arrebatados aztecas, que en sacrificios
humanos elevaban al cielo corazones palpitantes arrancados a pechos
vivos, no es la orientación fundamental de los mansos zuñí
bailando en grandes masas para dirigir sus súplicas a los benévolos
dioses de la lluvia. El ritualismo obsesivo y el politeísmo insondable
de los hindúes expresa una concepción muy diferente de
lo "realmente real" de la concepción categóricamente
monoteísta y del austero legalismo del islamismo suní.
Aun cuando uno procure mantenerse en planos menos abstractos y afirmar,
como lo hizo Kluckhohn, que es universal el concepto de una vida después
de la muerte, o como lo hizo Malinowski, que el sentido de la providencia
es universal, nos encontramos frente a la misma contradicción.
Para hacer que la generalización de una vida después de
la muerte resulte igual para los confucianos y los calvinistas, para
los buddhistas zen y los buddhistas tibetanos, debe uno definirla en
términos muy generales, en verdad tan generales que queda virtualmente
evaporada toda la fuerza que parece tener. Y lo mismo cabe decir del
sentido de la providencia, la cual puede cubrir bajo sus alas tanto
las ideas de los navajos sobre las relaciones de los dioses y los hombres
como las ideas de los naturales de las islas Trobriand. Y lo mismo que
con la religión ocurre con el "matrimonio", "el
comercio" y todo lo demás que A.L. Kroeber llama acertadamente
"falsos universales", incluso en lo que respecta a algunos
aparentemente más tangibles. El hecho de que en todas partes
la gente se acople y genere hijos, el hecho de que tenga cierto sentido
de lo mío y lo tuyo y se proteja de una u otra manera de la lluvia
y del sol no son hechos falsos ni, desde ciertos puntos de vista, carentes
de importancia; pero difícilmente puedan ayudarnos mucho a trazar
un retrato del hombre que sea fiel a éste por su semejanza y
no una vacua especie de caricatura a lo "John Q. Public".
Lo que afirmo (que debería ser claro y espero que sea aún
más claro dentro de un instante) es, no que no se puedan hacer
generalizaciones sobre el hombre como hombre, salvo que éste
es un animal sumamente variado, o que el estudio de la cultura en nada
contribuye a revelar tales generalizaciones. Lo que quiero decir es
que ellas no habrán de descubrirse mediante la búsqueda
baconiana de universales culturales, una especie de escrutinio de la
opinión pública de los pueblos del mundo en busca de un
consensus gentium, que en realidad no existe; y quiero decir
además que el intento de hacerlo conduce precisamente al género
de relativismo que toda esta posición se había propuesto
expresamente evitar. "La cultura zuñí valora la contención",
dice Kluckhohn, "la cultura kwakiutl alienta el exhibicionismo
del individuo. Estos son valores constantes, pero al adherirse a ellos
los zuñí y los kwakiutl muestran su adhesión a
un valor universal, la valorización de las normas distintivas
de su propia cultura".(6) Esto es claramente una evasión,
pero sólo es más aparente y no más evasiva que
las discusiones de los universales de la cultura en general. Después
de todo, ¿qué nos autoriza a decir, con Herskovits, que
"la moral es un principio universal, lo mismo que el goce de la
belleza y algún criterio de verdad", si poco después
nos vemos obligados, como hace este autor, a agregar que "las múltiples
formas que toman estos conceptos no son sino productos de la particular
experiencia histórica de las sociedades que las manifiestan"?(7)
Una vez que abandona uno la concepción de la uniformidad, aun
cuando lo haga (como los teóricos del consensus gentium)
sólo parcial y vacilantemente, el relativismo continúa
siendo un peligro real que puede empero evitarse sólo encarando
directa y plenamente las diversidades de la cultura humana (la reserva
de los zuñí y el exhibicionismo de los kwakiutl), abarcándolas
dentro del concepto de hombre, y no eludiéndolas con vagas tautologías
y trivialidades sin fuerza.
Desde luego, la dificultad de enunciar universales culturales que sean
al propio tiempo sustanciales impide también que se satisfaga
la segunda exigencia que tiene que afrontar el enfoque del consensus
gentium, el requisito de fundar esos universales en particulares
procesos biológicos, psicológicos o sociológicos.
Pero todavía hay algo más: la concepción "estratigráfica"
de las relaciones entre factores culturales y factores no culturales
impide esa fundamentación del modo más efectivo. Una vez
que se ha llevado la cultura, la psique y el organismo a "planos
científicos separados", completos y autónomos en
sí mismos, es muy difícil volver a unirlos.
El intento más común de hacerlo es utilizar lo que se
llaman "puntos de referencia invariantes". Estos puntos habrán
de encontrarse, para citar una de las más famosas enunciaciones
de esta estrategia ("Hacia un lenguaje común para el ámbito
de las ciencias sociales", memorándum elaborado por Talcott
Parsons, Kluckhohn, O. H. Taylor y otros a principios de la década
de 1940).
En la naturaleza de los sistemas sociales, en la naturaleza biológica
y psicológica de los individuos que los componen, en las situaciones
externas en las que éstos viven y obran, en la necesidad de coordinación
de los sistemas sociales. En [la cultura]... estos focos de la estructura
nunca se ignoran. De alguna manera deben "adaptarse" o "tenerse
en cuenta".
Se conciben los universales culturales como respuestas cristalizadas
a estas realidades ineludibles, como maneras institucionalizadas de
llegar a un arreglo con ellas.
El análisis consiste entonces en cotejar supuestos universales
con postuladas necesidades subyacentes y en intentar mostrar que hay
cierta buena correspondencia entre ambas cosas. En el nivel social,
se hace referencia a hechos tan indiscutibles como el de que todas las
sociedades para persistir necesitan que sus miembros se reproduzcan,
o que deben producir bienes y servicios, de ahí la universalidad
de cierta forma de familia o cierta forma de comercio. En el plano psicológico,
se recurre a ciertas necesidades básicas como el crecimiento
personal -de ahí la ubicuidad de las instituciones educativas-
o a problemas panhumanos, como la situación edípica; de
ahí la ubicuidad de los dioses punitivos y de las diosas que
prodigan cuidados. En el plano biológico se trata del metabolismo
y de la salud; en el cultural, de hábitos alimentarios y procedimientos
de cura, etc. El plan de acción consiste en considerar subyacentes
exigencias humanas de una u otra clase y luego tratar de mostrar que
esos aspectos culturales que son universales están, para emplear
de nuevo la imagen de Kluckhohn, "cortados" por esas exigencias.
Otra vez aquí el problema no es tanto saber si existe de una
manera general esta especie de congruencia, como saber si se trata de
una congruencia laxa e indeterminada. No es difícil referir ciertas
instituciones humanas a lo que la ciencia (o el sentido común)
nos dice que son exigencias de la existencia humana, pero es mucho más
difícil establecer esta relación de una forma inequívoca.
No sólo casi toda institución sirve a una multiplicidad
de necesidades sociales, psicológicas y orgánicas (de
manera que decir que el matrimonio es un mero reflejo de la necesidad
social de reproducción o que los hábitos alimentarios
son un reflejo de necesidades metabólicas es incurrir en la parodia)
sino que no hay manera de establecer de un modo preciso y verificable
las relaciones entre los distintos niveles. A pesar de las primeras
apariencias, aquí no hay ningún serio intento de aplicar
los conceptos y teorías de la biología, de la psicología
o de la sociología al análisis de la cultura (y, desde
luego, ni siquiera la menor sugestión del intercambio inverso)
sino que se trata meramente de colocar supuestos hechos procedentes
de niveles culturales y subculturales unos junto a los otros para suscitar
la oscura sensación de que existe entre ellos alguna clase de
relación, una oscura especie de "corte". Aquí
no hay en modo alguno integración teórica, sólo
hay una mera correlación (y ésta intuitiva) de hallazgos
separados. Con el enfoque de los niveles nunca podemos, ni siquiera
invocando "puntos de referencia invariantes", establecer genuinas
interconexiones funcionales entre factores culturales y factores no
culturales; sólo podemos establecer analogías, paralelismos,
sugestiones y afinidades más o menos convincentes.
Con todo, aun cuando yo esté equivocado, (como muchos antropólogos
lo sostendrán, según admito) al pretender que el enfoque
del consensus gentium no puede presentar ni universales sustanciales
ni conexiones específicas entre fenómenos culturales y
fenómenos no culturales que los expliquen, todavía queda
pendiente la cuestión de si tales universales deberían
tomarse como los elementos centrales en la definición del hombre,
o si lo que necesitamos es una concepción de la humanidad fundada
en un común denominador de un orden más bajo. Esta, desde
luego, es una cuestión filosófica, no científica;
pero la idea de que la esencia de lo que significa ser humano se revela
más claramente en aquellos rasgos de la cultura humana que son
universales, y no en aquellos que son distintivos de este o aquel pueblo,
es un prejuicio que no estamos necesariamente obligados a compartir.
¿Es aprehendiendo semejantes hechos generales -por ejemplo el
de que el hombre en todas partes tiene alguna clase de "religión"-
o aprehendiendo la riqueza de este o aquel fenómeno religioso
-el rapto de los naturales de Bali o el ritualismo indio, los sacrificios
humanos de los aztecas o la danza para obtener la lluvia de los zuñí-
como captamos al hombre? ¿Es el hecho de que el "matrimonio"
es universal (si lo es) un indicio tan penetrante de lo que somos como
los hechos relativos a la poliandria del Himalaya o esas fantásticas
reglas de matrimonio australianas o los elaborados sistemas de precio
de la novia de los bantúes de Africa? El comentario de que Cromwell
era el inglés más típico de su tiempo precisamente
porque era el más estrambótico, puede resultar pertinente
también aquí; bien pudiera ser que las particularidades
culturales de un pueblo -en sus rarezas- puedan encontrarse algunas
de las más instructivas revelaciones sobre lo que sea genéricamente
humano; bien pudiera ser que la principal contribución de la
ciencia de la antropología a la construcción -o reconstrucción-
de un concepto de hombre pueda consistir pues en mostrarnos cómo
hallarlas.
III
La principal razón de que los antropólogos se hayan apartado
de las particularidades culturales cuando se trataba en definir al hombre
y se hayan refugiado en cambio en exangües principios universales
es el hecho de que, encontrándose frente a las enormes variaciones
de la conducta humana, se dejaban ganar por el temor de caer en el historicismo,
de perderse en un torbellino de relativismo cultural tan convulsivo
que pudiera privarlos de todo asidero fijo. Y no han faltado ocasiones
de que se manifestara ese temor: Patterns of Culture de Ruth
Benedict, probablemente el libro de antropología más popular
que se haya publicado en los Estados Unidos, con su extraña conclusión
de que cualquier cosa que un grupo de personas esté inclinado
a hacer es digno del respeto de otro, es quizá sólo el
ejemplo más sobresaliente de las desasosegadas posiciones en
que uno puede caer al entregarse excesivamente a lo que Marc Bloch llamó
"la emoción de aprender cosas singulares". Sin embargo
tal temor es un espantajo. La idea de que a menos que un fenómeno
cultural sea empíricamente universal no puede reflejar nada de
la naturaleza del hombre es aproximadamente tan lógica como la
idea de que porque la anemia afortunadamente no es universal nada puede
decirnos sobre procesos genéticos humanos. Lo importante de la
ciencia no es que los fenómenos sean empíricamente comunes
-¿de otra manera por qué Becquerel estaría tan
interesado en el peculiar comportamiento del uranio?-, sino que puedan
revelar los permanentes procesos naturales que están en la base
de dichos fenómenos. Ver el cielo en un grano de arena es una
triquiñuela que no sólo los poetas pueden realizar.
En suma, lo que necesitamos es buscar relaciones sistemáticas
entre diversos fenómenos, no identidades sustantivas entre fenómenos
similares. Y para hacerlo con alguna efectividad, debemos reemplazar
la concepción "estratigráfica" de las relaciones
que guardan entre sí los varios aspectos de la existencia humana
por una concepción sintética, es decir, una concepción
en la cual factores biológicos, psicológicos, sociológicos
y culturales puedan tratarse como variables dentro de sistemas unitarios
de análisis. Establecer un lenguaje común en las ciencias
sociales no es una cuestión de coordinar meramente terminologías
o, lo que es aún peor, de acuñar nuevas terminologías
artificiales; tampoco es una cuestión de imponer una sola serie
de categorías a todo el dominio. Se trata de integrar diferentes
tipos de teorías y conceptos de manera tal que uno pueda formular
proposiciones significativas que abarquen conclusiones ahora confinadas
en campos de estudio separados.
En el intento de lanzarme a esa integración desde el terreno
antropológico para llegar así a una imagen más
exacta del hombre, deseo proponer dos ideas: la primera es la de que
la cultura se comprende mejor no como complejos de esquemas concretos
de conducta -costumbres, usanzas, tradiciones, conjuntos de hábitos-,
como ha ocurrido en general hasta ahora, sino como una serie de mecanismos
de control -planes, recetas, fórmulas, reglas, instrucciones
(lo que los ingenieros de computación llaman "programas"-
que gobiernan la conducta. La segunda idea es la de que el hombre es
precisamente el animal que más depende de esos mecanismos de
control extragenéticos, que están fuera de su piel, de
esos programas culturales para ordenar su conducta.
Ninguna de estas ideas es enteramente nueva, pero una serie de recientes
puntos de vista registrados tanto en antropología como en otras
ciencias (cibernética, teoría de la información,
neurología, genética molecular) las ha hecho susceptibles
de una enunciación más precisa y les ha prestado un grado
de apoyo empírico que antes no tenían. Y de estas reformulaciones
del concepto de cultura y del papel de la cultura en la vida humana
deriva a su vez una definición del hombre que pone el acento
no tanto en los caracteres empíricamente comunes de su conducta
a través del tiempo y de un lugar a otro, como sobre los mecanismos
por cuya acción la amplitud y la indeterminación de las
facultades inherentes al hombre quedan reducidas a la estrechez y al
carácter específico de sus realizaciones efectivas. Uno
de los hechos más significativos que nos caracterizan podría
ser en definitiva el de que todos comenzamos con un equipamiento natural
para vivir un millar de clases de vida, pero en última instancia
sólo acabamos viviendo una.
La concepción de la cultura desde el punto de vista de los "mecanismos
de control" comienza con el supuesto de que el pensamiento humano
es fundamentalmente social y público, de que su lugar natural
es el patio de la casa, la plaza del mercado y la plaza de la ciudad.
El pensar no consiste en "sucesos que ocurren en la cabeza"
(aunque sucesos en la cabeza y en otras partes son necesarios para que
sea posible pensar) sino en un tráfico de lo que G.H. Mead y
otros llamaron símbolos significativos -en su mayor parte palabras,
pero también gestos, ademanes, dibujos, sonidos musicales, artificios
mecánicos, como relojes u objetos naturales como joyas- cualquier
cosa, en verdad, que esté desembarazada de su mera actualidad
y sea usada para imponer significación a la experiencia. En el
caso de cualquier individuo particular esos símbolos ya le están
dados en gran medida. Ya los encuentran corrientemente en la comunidad
en que nació y esos símbolos continúan existiendo,
con algunos agregados, sustracciones y alteraciones parciales a las
que él puede haber contribuido o no, después de su muerte.
Mientras vive los utiliza, o utiliza algunos de ellos, a veces deliberadamente
o con cuidado, lo más frecuentemente de manera espontánea
y con facilidad, pero siempre lo hace con las mismas miras: colocar
una construcción sobre los sucesos entre lo que vive para orientarse
dentro del "curso en marcha de las cosas experimentadas",
para decirlo con una vívida frase de John Dewey.
El hombre necesita tanto de esas fuentes simbólicas de iluminación
para orientarse en el mundo, porque la clase de fuentes no simbólicas
que están constitucionalmente insertas en su cuerpo proyectan
una luz muy difusa. Los esquemas de conducta de los animales inferiores,
por lo menos en mucha mayor medida que en el hombre, les son dados con
su estructura física; las fuentes genéticas de información
ordenan sus acciones dentro de márgenes de variación mucho
más estrechos y que son más estrechos cuanto más
inferior es el animal. En el caso del hombre, lo que le está
dado innatamente son facultades de respuesta en extremo generales que,
si bien hacen posible mayor plasticidad, mayor complejidad y, en las
dispersas ocasiones en que todo funciona como debería, mayor
efectividad de conducta, están mucho menos precisamente reguladas.
Y ésta es la segunda fase de nuestra argumentación: si
no estuviera dirigida por estructuras culturales -por sistemas organizados
de símbolos significativos-, la conducta del hombre sería
virtualmente ingobernable, sería un puro caos de actos sin finalidad
y de estallidos de emociones, de suerte que su experiencia sería
virtualmente amorfa. La cultura, la totalidad acumulada en esos esquemas
o estructuras, no es sólo un ornamento de la existencia humana,
sino que es una condición esencial de ella.
En antropología algunos de los testimonios más convincentes
en apoyo de esta posición se deben a los recientes progresos
de nuestra comprensión de lo que solía llamarse la ascendencia
del hombre: el surgimiento del homo sapiens al destacarse de
su fondo general de primate. De estos progresos tres tienen importancia
capital: 1) se descartó la perspectiva secuencial de las relaciones
entre la evolución física y el desarrollo cultural del
hombre en beneficio de la idea de una superposición interactiva;
2) se descubrió que el grueso de los cambios biológicos
que engendraron al hombre moderno a partir de sus progenitores más
inmediatos se produjeron en el sistema nervioso central y muy especialmente
en el cerebro; 3) se advirtió que el hombre es, desde el punto
de vista físico, un animal incompleto, un animal inconcluso,
que lo que lo distingue más gráficamente de los no hombres
es menos su pura capacidad de aprender (por grande que ésta sea)
que las particulares clases de cosas (y cuántas cosas) que debe
aprender antes de ser capaz de funcionar como hombre. Consideremos cada
uno de estos tres puntos.
La tradicional visión de las relaciones entre el progreso biológico
y el progreso cultural del hombre sostenía que el primero, el
biológico, se había completado para todos los fines antes
que el segundo, antes de que comenzara el cultural. Es decir, que esta
concepción era nuevamente estratigráfica: el ser físico
del hombre evolucionó por obra de los habituales mecanismos de
variación genética y de selección natural hasta
el punto en que su estructura anatómica llegó más
o menos al estado en que la encontramos hoy, luego se produjo el desarrollo
cultural. En algún determinado estadio de su historia filogenética,
un cambio genético marginal de alguna clase lo hizo capaz de
producir cultura y de ser su portador, en adelante su respuesta de adaptación
a las presiones del ambiente fue casi exclusivamente cultural, antes
que genética. Al diseminarse por el globo, el hombre se cubrió
con pieles en los climas fríos y con telas livianas (o con nada)
en los cálidos; no modificó su modo innato de responder
a la temperatura ambiental. Confeccionó armas para extender sus
heredados poderes predatorios y sometió a la acción del
fuego los alimentos para hacer digerible una mayor proporción
de éstos. El hombre se hizo hombre, continúa diciendo
la historia, cuando habiendo cruzado algún Rubicón mental
llegó a ser capaz de transmitir "conocimientos, creencias,
leyes, reglas morales, costumbres" (para citar los puntos de la
definición clásica de cultura de Sir Edward Tylor) a sus
descendientes y a sus vecinos mediante la enseñanza y de adquirirlos
de sus antepasados y sus vecinos mediante el aprendizaje. Después
de ese momento mágico, el progreso de los homínides dependió
casi enteramente de la acumulación cultural, del lento crecimiento
de las prácticas convencionales más que del cambio orgánico
físico, como había ocurrido en las pasadas edades.
El único inconveniente está en que un momento semejante
no parece haber existido. Según las más recientes estimaciones,
el paso al modo cultural de vida tardó en cumplirse varios millones
de años en el género homo; y extendido de esta
manera el paso comprendió no un puñado de cambios genéticos
marginales sino una larga, compleja y estrechamente ordenada secuencia
de cambios.
De conformidad con la opinión actual, la evolución del
homo sapiens -el hombre moderno- comenzó con su inmediato
predecesor pre sapiens en un proceso que se produjo hace aproximadamente
cuatro millones de años con la aparición de los ahora
famosos australopitecos -los llamados hombres monos del Africa meridional
y oriental- y que culminó con el surgimiento del sapiens
mismo, hace solamente doscientos o trescientos mil años. De manera
que, por lo menos formas elementales de actividad cultural o protocultural
(simple fabricación de herramientas, caza, etc.) parecen haberse
registrado entre algunos de los australopitecos, y esto indica que hubo
un traslado o superposición de un millón de años
entre el comienzo de la cultura y la aparición del hombre tal
como lo conocemos hoy. Las fechas precisas -que son tentativas y que
la ulterior investigación puede alterar en una dirección
o en otra- no son importantes; lo que importa aquí es que hubo
un solapamiento, y que fue muy prolongado. Las fases finales (finales
hasta la fecha, en todo caso) de la historia filogenética del
hombre se verificaron en la misma gran era geológica -llamado
el período glacial- en que se desarrollaron las fases iniciales
de su historia cultural. Los hombres tienen días de nacimiento,
el Hombre no lo tiene.
Esto significa que la cultura más que agregarse, por así
decirlo, a un animal terminado o virtualmente terminado, fue un elemento
constitutivo y un elemento central en la producción de ese animal
mismo. El lento, constante, casi glacial crecimiento de la cultura a
través de la Edad de Hielo alteró el equilibrio de las
presiones selectivas para el homo en evolución de una
manera tal que desempeñó una parte fundamental en esa
evolución. El perfeccionamiento de las herramientas, la adopción
de la caza organizada y de las prácticas de recolección,
los comienzos de organización de la verdadera familia, el descubrimiento
del fuego y, lo que es más importante aunque resulta todavía
extremadamente difícil rastrearlo en todos sus detalles, el hecho
de valerse cada vez más de sistemas de símbolos significativos
(lenguaje, arte, mito, ritual) en su orientación, comunicación
y dominio de sí mismo fueron todos factores que crearon al hombre
un nuevo ambiente al que se vio obligado a adaptarse. A medida que la
cultura se desarrollaba y acumulaba a pasos infinitesimalmente pequeños,
ofreció una ventaja selectiva a aquellos individuos de la población
más capaces de aprovecharse de ella -el cazador eficiente, el
persistente recolector de los frutos de la tierra, el hábil fabricante
de herramientas, el líder fecundo en recursos- hasta que lo que
fuera el protohumano Australopithecus de pequeño cerebro
se convirtió en el homo sapiens plenamente humano y de
gran cerebro. Entre las estructuras culturales, el cuerpo y el cerebro,
se creó un sistema de realimentación positiva en el cual
cada parte modelaba el progreso de la otra; un sistema en el cual la
interacción entre el creciente uso de herramientas, la cambiante
anatomía de la mano y el crecimiento paralelo del pulgar y de
la corteza cerebral es sólo uno de los ejemplos más gráficos.
Al someterse al gobierno de programas simbólicamente mediados
para producir artefactos, organizar la vida social o expresar emociones
el hombre determinó sin darse cuenta de ello los estadios culminantes
de su propio destino biológico. De manera literal, aunque absolutamente
inadvertida, el hombre se creó a sí mismo.
Si bien, como ya dije, se produjo una serie de importantes cambios en
la anatomía global del género homo durante este
período de su cristalización -forma craneana, dentición,
tamaño del pulgar, etc.-, mucho más importantes y espectaculares
fueron aquellos cambios que evidentemente se produjeron en el sistema
nervioso central, pues en ese período el cerebro humano y muy
especialmente el cerebro anterior alcanzaron sus grandes proporciones
actuales. Aquí los problemas técnicos son complicados
y controvertidos; pero el punto importante es el de que si bien los
australopitecos tenían la configuración del torso y de
los brazos no muy diferente de la nuestra y la configuración
de la pelvis y de las piernas por lo menos insinuada hacia nuestra forma
actual, sus capacidades craneanas eran apenas mayores que las de los
monos, es decir, la mitad o una tercera parte de las nuestras. Lo que
separa más distintamente a los verdaderos hombres de los protohombres
es aparentemente, no la forma corporal general, sino la complejidad
de la organización nerviosa. El período de traslado de
los cambios culturales y biológicos parece haber consistido en
una intensa concentración en el desarrollo neural y tal vez en
refinamientos asociados de varias clases de conducta (de las manos,
de la locomoción bípeda, etc.) cuyos fundamentos anatómicos
básicos (movilidad de los hombros y muñecas, un ilion
ensanchado, etc.) ya estaban firmemente asegurados. Todo esto en sí
mismo tal vez no sea extraordinario, pero combinado con lo que he estado
diciendo sugiere algunas conclusiones sobre la clase de animal que es
el hombre, conclusiones que están, según creo, bastante
alejadas no sólo de las del siglo XVIII, sino también
de las de antropología de los últimos diez o quince años.
Lisa y llanamente esa evolución sugiere que no existe una naturaleza
humana independiente de la cultura. Los hombres sin cultura no serían
los hábiles salvajes de Lord of the Flies de Golding,
entregados a la cruel sabiduría de sus instintos animales, ni
serían aquellos nobles salvajes de la naturaleza imaginados por
la Ilustración y ni siquiera, como lo implica la teoría
antropológica clásica, monos intrínsecamente talentosos
que de alguna manera no lograron encontrarse a sí mismos. Serían
monstruosidades poco operantes con muy pocos instintos útiles,
menos sentimientos reconocibles y ningún intelecto. Como nuestro
sistema nervioso central -y muy especialmente la corteza cerebral, su
coronamiento de calamidad y gloria- se desarrolló en gran parte
en interacción con la cultura, es incapaz de dirigir nuestra
conducta u organizar nuestra experiencia sin la guía suministrada
por sistemas de símbolos significativos. Lo que nos ocurrió
en el período glacial fue que nos vimos obligados a abandonar
la regularidad y precisión del detallado control genético
sobre nuestra cultura para hacernos más flexibles y adaptarnos
a un control genético más generalizado aunque desde luego
no menos real. A fin de adquirir la información adicional necesaria
para que pudiéramos obrar nos vimos obligados a valernos cada
vez más de fuentes culturales, del acumulado caudal de símbolos
significativos. De manera que esos símbolos no son meras expresiones
o instrumentos o elementos correlativos de nuestra existencia biológica,
psicológica y social, sino que son requisitos previos de ella.
Sin hombres no hay cultura por cierto, pero igualmente, y esto es más
significativo, sin cultura no hay hombres.
En suma, somos animales incompletos o inconclusos que nos completamos
o terminamos por obra de la cultura, y no por obra de la cultura en
general sino por formas en alto grado particulares de ella: la forma
dobuana y la forma javanesa, la forma hopi y la forma italiana, la forma
de las clases superiores y la de las clases inferiores, la forma académica
y la comercial. La gran capacidad de aprender que tiene el hombre, su
plasticidad, se ha señalado con frecuencia; pero lo que es aún
más importante es el hecho de que dependa de manera extrema de
cierta clase de aprendizaje: la adquisición de conceptos, la
aprehensión y aplicación de sistemas específicos
de significación simbólica. Los castores construyen diques,
las aves hacen nidos, las abejas almacenan alimento, los mandriles organizan
grupos sociales y los ratones se acoplan sobre la base de formas de
aprendizaje que descansan predominantemente en instrucciones codificadas
en sus genes y evocadas por apropiados esquemas de estímulos
exteriores: llaves físicas metidas en cerraduras orgánicas.
Pero los hombres construyen diques o refugios, almacenan alimento, organizan
sus grupos sociales o encuentran esquemas sexuales guiados por instrucciones
codificadas en fluidas cartas y mapas, en el saber de la caza, en sistemas
morales y en juicios estéticos: estructuras conceptuales que
modelan talentos informes.
Vivimos, como un autor lo formuló claramente, en una "brecha
de información". Entre lo que nuestro cuerpo nos dice y
lo que tenemos que saber para funcionar hay un vacío que debemos
llenar nosotros mismos, y lo llenamos con información (o desinformación)
suministrada por nuestra cultura. La frontera entre lo que está
innatamente controlado y lo que está culturalmente controlado
en la conducta humana es una línea mal definida y fluctuante.
Algunas cosas, en todos sus aspectos y propósitos, están
por entero intrínsecamente controladas: no necesitamos guía
cultural alguna para aprender a respirar, así como un pez no
necesita aprender a nadar. Otras cosas que son casi seguramente culturales:
no se nos ocurre explicar sobre una base genética por qué
algunos hombres confían en la planificación centralizada
y otros en el libre mercado, aunque intentar explicarlo podría
ser un ejercicio divertido. Casi toda conducta humana compleja es desde
luego producto de la interacción de ambas esferas. Nuestra capacidad
de hablar es seguramente innata; nuestra capacidad de hablar inglés
es seguramente cultural. Sonreír ante estímulos agradables
y fruncir el ceño ante estímulos desagradables están
seguramente en alguna medida determinados genéticamente (hasta
los monos contraen su cara al sentir malsanos olores); pero la sonrisa
sardónica y el ceño burlesco son con seguridad predominantemente
culturales, como está quizá demostrado por la definición
que dan los naturales de Bali de un loco, el cual es alguien que, lo
mismo que un norteamericano, sonríe cuando no hay nada de qué
reír. Entre los planes fundamentales para nuestra vida que establecen
nuestros genes -la capacidad de hablar o de sonreír- y la conducta
precisa que en realidad practicamos -hablar inglés en cierto
tono de voz, sonreír enigmáticamente en una delicada situación
social- se extiende a una compleja serie de símbolos significativos
con cuya dirección transformamos lo primero en lo segundo, los
planes fundamentales en actividad.
Nuestras ideas, nuestros valores, nuestros actos y hasta nuestras emociones
son, lo mismo que nuestro propio sistema nervioso, productos culturales,
productos elaborados partiendo ciertamente de nuestras tendencias, facultades
y disposiciones con que nacimos, pero ello no obstante productos elaborados.
Chartres está hecha de piedra y vidrio, pero no es solamente
piedra y vidrio; es una catedral y no sólo una catedral, sino
una catedral particular construida en un tiempo particular y por ciertos
miembros de una particular sociedad. Para comprender lo que Chartres
significa, para percibir lo que ella es, se impone conocer bastante
más que las propiedades genéricas de la piedra y el vidrio
y bastante más de lo que es común a todas las catedrales.
Es necesario comprender también -y, a mi juicio, esto es lo más
importante- los conceptos específicos sobre las relaciones entre
Dios, el hombre y la arquitectura que rigieron la creación de
esa catedral. Y con los hombres ocurre lo mismo: desde el primero al
último también ellos son artefactos culturales.
IV
Cualesquiera que sean las diferencias que presenten las maneras de encarar
la definición de la naturaleza humana adoptadas por la ilustración
y por la antropología clásica, ambas tienen algo en común:
son básicamente tipológicas. Se empeñan en construir
una imagen del hombre como un modelo, como un arquetipo, como una idea
platónica o como una forma aristotélica en relación
con los cuales los hombres reales -usted, yo, Churchill, Hitler y el
cazador de cabezas de Borneo- no son sino reflejos, deformaciones, aproximaciones.
En el caso de la Ilustración, los elementos de ese tipo esencial
debían descubrirse despojando a los hombres reales de los aderezos
de la cultura; lo que quedaba era el hombre natural. En la antropología
clásica el arquetipo se revelaría al discernir los caracteres
comunes en la cultura y entonces aparecería el hombre del consenso.
En ambos casos, el resultado es el mismo que el que suele surgir de
todos los enfoques tipológicos de los problemas científicos
en general. Las diferencias entre los individuos y entre los grupos
de individuos se vuelven secundarias. la individualidad llega a concebirse
como una excentricidad, el carácter distintivo como una desviación
accidental del único objeto legítimo de estudio que es
la verdadera ciencia: el tipo inmutable, subyacente, normativo. En semejantes
enfoques, por bien formulados que estén y por grande que sea
la habilidad con que se los defienda, los detalles vivos quedan ahogados
por el estereotipo muerto: aquí nos hallamos en busca de una
entidad metafísica. El Hombre con H mayúscula es aquello
a lo que sacrificamos la entidad empírica que en verdad encontramos,
el hombre con minúscula.
Sin embargo, este sacrificio es tan innecesario como inefectivo. No
hay ninguna oposición entre la comprensión teórica
general y la concepción circunstanciada, entre la visión
sinóptica y la fina visión de los detalles. Y, en realidad,
el poder de formular proposiciones generales partiendo de fenómenos
particulares es lo que permite juzgar una teoría científica
y hasta la ciencia misma. Si deseamos descubrir lo que es el hombre,
sólo podremos encontrarlo en lo que son los hombres: y los hombre
son, ante todo, muy variados. Comprendiendo ese carácter variado
-su alcance, su naturaleza, su base y sus implicaciones- podremos llegar
a elaborar un concepto de la naturaleza humana que, más que una
sombra estadística y menos que un sueño primitivista,
contenga tanto sustancia como verdad.
Y es aquí, para llegar por fin al título de este trabajo,
donde el concepto de cultura tiene un impacto sobre el concepto de hombre.
Cuando se la concibe como una serie de dispositivos simbólicos
para controlar la conducta, como una serie de fuentes extrasomáticas
de información, la cultura suministra el vínculo entre
lo que los hombres son intrínsecamente capaces de llegar a ser
y lo que realmente llegan a ser uno por uno. Llegar a ser humano es
llegar a ser un individuo y llegamos a ser individuos guiados por esquemas
culturales, por sistemas de significación históricamente
creados en virtud de los cuales formamos, ordenamos, sustentamos y dirigimos
nuestras vidas. Y los esquemas culturales son no generales sino específicos,
no se trata del "matrimonio" sino que se trata de una serie
particular de nociones acerca de lo que son los hombres y las mujeres,
acerca de cómo deberían tratarse los esposos o acerca
de con quién correspondería propiamente casarse; no se
trata de la "religión" sino que se trata de la creencia
en la rueda del karma, de observar un mes de ayuno, de la práctica
del sacrificio de ganado vacuno. El hombre no puede ser definido solamente
como por sus aptitudes innatas, como pretendía hacerlo la Ilustración,
ni solamente por sus modos de conducta efectivos, como tratan de hacerlo
en buena parte las ciencias sociales contemporáneas, sino que
ha de definirse por el vínculo entre ambas esferas, por la manera
en que la primera se transforma en la segunda, por la manera en que
las potencialidades genéricas del hombre se concentran en sus
acciones específicas. En la trayectoria del hombre, en
su curso característico, es donde podemos discernir, aunque tenuemente,
su naturaleza; y si bien la cultura es solamente un elemento que determina
ese curso, en modo alguno es el menos importante. Así como la
cultura nos formó para constituir una especie -y sin duda continúa
formándonos-, así también la cultura nos da forma
como individuos separados. Eso es lo que realmente tenemos en común,
no un modo de ser subcultural inmutable ni un establecido consenso cultural.
Por modo extraño -aunque pensándolo bien quizá
no sea tan extraño-, muchos de nuestros sujetos estudiados parecen
comprender esto con mayor claridad que nosotros mismos, los antropólogos.
En Java, por ejemplo, donde desarrollé buena parte de mi trabajo,
la gente dice llanamente: "Ser humano es ser javanés".
Los niños pequeños, los palurdos, los rústicos,
los insanos, los flagrantemente inmorales son considerados adurung
djawa, "aún no javaneses". Un adulto "normal",
capaz de obrar de conformidad con un sistema de etiqueta en alto grado
elaborado, que posee delicado sentido estético en relación
con la música, la danza, el drama y los diseños textiles,
que responde a las sutiles solicitaciones de lo divino que mora en la
calma de la conciencia de cada individuo vuelta hacia adentro, es sampundjawa,
"ya javanés", es decir, ya humano. Ser humano no es
sólo respirar, es controlar la propia respiración mediante
técnicas análogas a las del yoga, así como oír
en la inhalación y en la exhalación la voz de Dios que
pronuncia su propio nombre: "hu Allah". Ser humano no es sólo
hablar, sino que es proferir las adecuadas palabras y frases en las
apropiadas situaciones sociales, en el apropiado tono de voz y con la
apropiada oblicuidad evasiva. Ser humano no es solamente comer; es preferir
ciertos alimentos guisados de ciertas maneras y seguir una rígida
etiqueta de mesa al consumirlos. Y ni siquiera se trata tan sólo
de sentir, sino que hay que sentir ciertas emociones distintivamente
javanesas (y esencialmente intraducibles) como la paciencia, el desapego,
la resignación, el respeto.
De manera que aquí ser humano no es ser cualquiera; es ser una
clase particular de hombre y, por supuesto, los hombres difieren entre
sí, por eso los javaneses dicen: "Otros campos, otros saltamontes".
En el seno de una sociedad se reconocen también diferencias:
la manera en que un campesino cultivador de arroz se hace humano y javanés
es diferente de la manera en que llega a serlo un funcionario civil.
Esta no es una cuestión de tolerancia ni de relativismo ético,
pues no todos los modos de ser del hombre son considerados igualmente
admirables; por ejemplo, es intensamente menospreciado el modo de ser
de los chinos que allí viven. Lo importante es que hay diferentes
modos de ser, y para volver a nuestra perspectiva antropológica
digamos que podremos establecer lo que sea un hombre o lo que puede
ser un hombre haciendo una reseña y un análisis sistemático
de esos modos de ser: la bravura de los indios de la llanura, el carácter
obsesivo del hindú, el racionalismo del francés, el anarquismo
del beréber, el optimismo del norteamericano (para enumerar una
serie de rasgos que no quisiera yo tener que defender como tales).
En suma, debemos descender a los detalles, pasar por alto equívocos
rótulos, hacer a un lado los tipos metafísicos y las vacuas
similitudes para captar firmemente el carácter esencial de, no
sólo las diversas culturas, sino las diversas clases de individuos
que viven en el seno de cada cultura, si pretendemos encontrar la humanidad
cara a cara. En este ámbito, el camino que conduce a lo general,
a las simplicidades reveladoras de la ciencia pasa a través del
interés por lo particular, por lo circunstanciado, por lo concreto,
pero aquí se trata de un interés organizado y dirigido
atendiendo a la clase de análisis teóricos a los que me
he referido -análisis de la evolución física, del
funcionamiento del sistema nervioso, de la organización social,
de los procesos psicológicos, de los esquemas culturales- y muy
especialmente atendiendo a su interacción recíproca. Esto
significa que el camino pasa, como ocurre en toda genuina indagación,
a través de una espantosa complejidad.
"Dejadlo tranquilo por un momento", escribió Robert
Lowell, refiriéndose no al antropólogo como podría
uno suponer, sino a ese otro indagador excéntrico de la naturaleza
del hombre, Nathaniel Hawthorne:
Dejadlo tranquilo por un momento
Y entonces lo veréis con su cabeza
Inclinada, cavilando y cavilando,
Con los ojos fijos en alguna brizna de hierba,
En alguna piedra, en alguna planta,
En la cosa más común del mundo,
Como si allí estuviera la clave.
Y luego se alzan los alterados ojos,
Furtivos, frustrados, insatisfechos
De la meditación sobre lo verdadero
Y lo insignificante.(8)
Inclinado sobre sus propias briznas, piedras y plantas, el antropólogo
también cavila sobre lo verdadero y lo insignificante, vislumbrando,
o por lo menos así lo cree, fugaz e inseguramente, la alterada,
cambiante, imagen de sí mismo.
(*) Geertz, Clifford; 1989. "El impacto del concepto
de cultura en el concepto del hombre" en La interpretación
de las culturas, Gedisa, Barcelona, pp. 43-59.
(1) A.O. Lovejoy, Essays in the History of Ideas (Nueva
York, 1960), pág. 173.
(2) Ibíd., pág. 80
(3) "Preface to Shakespeare", Johnson on Shakespeare
(Londres, 1931), págs. 11-12.
(4) Del Prefacio de Iphigénie.
(5) A.L. Kroeber, ed., Anthropology Today (Chicago, 1953),
pág. 516.
(6) C. Kluckhohn, Culture and Behaviour (Nueva York, 1962),
pág. 280.
(7) M.J. Herskovits, Cultural Anthropology (Nueva York,
1955), pág. 364.
(8) Reimpreso con permiso de Farrar, Straus & Giroux, Inc.,
y Faber & Faber de "Hawthorne", en For the Union Dead,
pág. 39, Copyright (1954) de Robert Lowell.
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